¿Qué es un acontecimiento? El conocimiento poético y anti-platónico de Chantal Maillard // Qu’est-ce qu’un événement ? La connaissance poétique et anti-platonicienne de Chantal Maillard

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Echando la vista atrás, el recorrido como escritora de Chantal Maillard comprende, en estos instantes, tres décadas de un ejercicio que se despliega, esencialmente, en poesía, ensayo y diario. Esta presencia continuada no es el único aval de su consolidación dentro del panorama literario actual, sino que el respaldo de distinguidas editoriales –Tusquets, Pre-textos o Galaxia Gutenberg–, así como la concesión de galardones nacionales –Premio Nacional de Poesía (2004) y Premio de la Crítica (2007)– son reconocedores de una voz madura, diestra y personal que busca ahondar en diversas inquietudes que atienden al proceso mental.

La voluntad poética de Maillard apunta hacia una «poesía fenomenológica» vinculada a la percepción y al modo de aparecerse el mundo para el sujeto. Pero, muy especialmente, el mundo sensible aparece inscrito en una dimensión temporal que será crucial para su aprehensión. Más específicamente, el poemario Matar a Platón –del que la presente reflexión se ocupará– tiene como centro de gravitación un lapso de tiempo que –si en otros contextos acostumbra a aparecer de manera abreviada– aquí recibe un tratamiento de dilatación: un instante que, sostenido indefinidamente, ofrece una pluralidad de acontecimientos que se determinan en un aquí y ahora y que anudan el sujeto y el mundo de forma inextricable.

Acaso uno de los aspectos más interesantes de este enfoque fenomenológico sea el planteamiento que recibe la concomitancia entre el sujeto y lo circundante. Por un lado, es necesario atender a las particularidades de los distintos eslabones que confeccionan el entramado relacional del mundo; pero, por otro y a pesar de que cada organismo posea un ritmo, vibración y sonoridad propias (cf. Maillard, Baba, 111), cobra importancia su coordinación en un contexto y una situación acompasada que es irrepetible.

La empresa reflexiva que teje Maillard a lo largo de su obra se nutre de su interés por la filosofía[1] y la poesía. De hecho, son numerosos los trabajos que examinan o privilegian la carga filosófica de Matar a Platón[2] (2004) –ya no sólo en relación a Platón, sino también a Deleuze, María Zambrano o Nietzsche; a los dos primeros pertenecen los exergos que abren el poemario–. Sin embargo, la cuestión que centra el presente estudio es la de demostrar mediante el mencionado poemario que esta hendidura del ser abierto hacia el exterior está alentada por un ánimo estético –en su sentido perceptivo– cuyas implicaciones resultan muy significativas en términos cognitivos[3]. La fenomenología es filosofía con presencia importante en el actual estudio de los procesos cognitivos, y la poesía lleva siglo y medio subrayando su dependencia de la percepción. La confluencia de estos polos en la obra de Maillard merecerá pues la consideración de este análisis.

 

 

I.Variaciones: el modo poético antiplatónico

Matar a Platón se compone de dos extensos poemas, «Matar a Platón V.O. subtitulada» –repartido en veintiocho fragmentos– y «Escribir», siendo el primero de ellos el que aquí nos ocupará. Su contenido presenta una calle en el instante inmediatamente posterior al atropello de un hombre; los poemas presentan una propuesta de investigación de los variados modos en que es posible conocer y tomar conciencia de lo que sucede. Y la calle se torna escenario donde espectadores, cuerpo casi inerte, ropa tendida o animal que olisquea suceden y contribuyen en igualdad a la condición singular e irrepetible de ese momento.

Vivere y philosophare son las raíces que sustentan Matar a Platón. Ambos verbos implican un flujo de intercambio del sujeto con su exterior y, además, el primero se encuentra implicado en el segundo. La elección de un único episodio como núcleo en torno al que giran las veintiocho divisiones del poema no es arbitraria por mucho que el propio episodio sea de índole accidental e imprevisible. Responde a la dimensión filosófica del libro, que pretende desequilibrar la óptica epistemológica de Platón. El modo mediante el que el poema «mata a Platón» es doble: primeramente, con la elección de la poesía como vehículo para relatar un suceso, pues lo artístico es una imitación imperfecta de la, a su vez, imitación que constituyen los objetos sensibles (los objetos sensibles apuntan a la Idea, pero no son ella misma)[4] ; y en segundo lugar, con un suceso que se detalla en virtud de una palabra que habla desde la presencia y la vivencia, y no desde la conceptualización.

En las páginas que ocupan el extenso poema encontramos dos tipos de texto: el texto poemático propiamente dicho (que ocupa la mayor parte de la página y que se titula «Matar a Platón. V. O. subtitulada») y una sección que –sin dejar de tener también disposición versal, como el texto propiamente poemático– presenta tres particularidades: ocupa sólo una, dos o tres líneas a pie de página, posee un carácter más explícitamente narrativo, y su textualidad continúa de una página a otra, de modo que su lectura global se hace pasando rápidamente las páginas. Esta sección más narrativa contiene un relato paralelo al que fragmentariamente aparece en la sección poemática: el encuentro fortuito, referido en primera persona, entre dos conocidos cuya conversación se centra en un poemario que uno de ellos –«el otro»– ha escrito –y que se titula precisamente «Matar a Platón»– y en el porqué de esta voluntad asesina. El contenido de este «Matar a Platón» es el siguiente:

 

Trata de una mujer que es aplastada por el impacto de un sonido, el sonido que hace una idea cuando vibra y se convierte en proyectil. […] Los poemas son variaciones de esta imagen […]. Me contestó que el libro describe un acontecimiento, que un acontecimiento, al contrario que una idea, nunca puede ser definido. Un acontecimiento no es un hecho sino algo muy sutil, simple y complejo al mismo tiempo. Por eso las variaciones. Por eso los poemas. […] Platón desterró a los artistas por temor a que mostraran que lo-que-ocurre no tiene correlato ideal […] (Maillard, Platón, 19-39).

 

Al comparar esta descripción del contenido del libro «Matar a Platón» –que menciona la sección narrativa– con el contenido de la sección poemática del poemario «Matar a Platón. V. O. subtitulada» escrito por Maillard, comprobamos que su parecido extremo indica que se trata del mismo texto. Así pues, la sección narrativa «habla» de la sección poemática. Pero la sección narrativa dispone una charla entre dos hombres que es cronológicamente anterior a aquello que acaece en los poemas. Y ello porque, una vez concluido su discurso, el «yo» que lo enuncia escucha el sonido de un frenazo y, muy intuitivamente, acierta a concluir que «parece producido por un camión pesado» (Maillard, Platón, 63). Se deduce entonces que el escritor de la sección narrativa (que participa en la charla y es autor de un libro con título «Matar a Platón») se corresponde con el hombre que ha sido aplastado en la sección poemática –ambos están acompañados de una niña–: su accidente es el acontecimiento.

No obstante, no es el diálogo entre los dos amigos el que resulta más sugerente, sino el de la estructura dual que dicho diálogo compone con los poemas. Por eso es interesante ahondar en la analogía que fuerzan los títulos –desde su coincidencia– y poner en relación el proyecto del hombre ahora moribundo –un proyecto del que se habla en la sección narrativa– con el del poeta que escribe el libro que el lector tiene entre las manos. Este último poeta asiste al accidente y se reconoce como instancia enunciadora y autor de lo que estamos leyendo: quiere dar cuenta de ese accidente mediante la escritura. De esta manera, se puede entender que el proyecto de libro del hombre moribundo es un bosquejo teórico mientras que el del poeta que leemos es su puesta en práctica.

 

 

II. Platonismo y cognición simbólica

En la perspectiva platónica, el conocimiento se figura en los términos de una dicotomía: percepción óptica versus razón intelectiva. Éste es el planteamiento que recoge Fedón y, bajo apariencia alegórica, el mito de la caverna en la República. El filósofo plantea la existencia de un dualismo ontológico y epistemológico: el interior sombrío de la cueva –correlato de la inherencia del hombre, lugar accesible a través de los sentidos– y el exterior luminoso y veraz –alcanzable mediante la razón, esquivo para la mayoría pero apto para los afanosos–. Ahora bien, no se trata únicamente de que la realidad figure dividida en dos fracciones –cada una con su propio objeto de conocimiento– que, presumiblemente, son inconciliables; sino que, además, Platón atribuye a las ideas un carácter verdadero y esencial que instaura una jerarquía arbitrada por el mundo conceptual y presidida por la idea de Bien[5]. Lo veraz deja, así, de ser filtrado por nuestros sentidos, convirtiéndose en una entelequia incorpórea e invisible.

La ilegitimidad de lo perceptible –sus tinieblas– radica en su irreversible subordinación a la mutabilidad; para el griego, la estabilidad, exclusiva de la idea, es aquello que posibilita la comprensión. El filósofo es, justamente, aquel que puede brincar desde la apariencia sensible y dinámica de las cosas hasta la esencia ideal de las cosas en sí mismas, de lo interno a lo externo de la gruta. El que sabe prescindir del percepto en favor del concepto.

El conocimiento se dibuja aquí como un camino pedregoso. El «pecado original» del hombre –cognitivamente hablando– es su comodidad respecto de la farsa de las imágenes; y, para redimirlo, sólo un tipo de avance rompe este cautiverio y conduce al mundo de las Ideas:

 

¿Y no haría esto de la manera más pura aquel que fuera a cada cosa tan sólo con el mero pensamiento, sin servirse de la vista en el reflexionar y sin arrastrar ningún otro sentido en su meditación, sino que, empleando el mero pensamiento en sí mismo, en toda su pureza, intentara dar caza a cada una de las realidades, sola, en sí misma y en toda su pureza, tras haberse liberado en todo lo posible de los ojos, de los oídos y, por decirlo así, de todo el cuerpo convencido de que éste perturba el alma y no le permite entrar en posesión de la verdad y de la sabiduría […]? ¿Acaso no es éste, oh Simmias, quien alcanzará la realidad […]? (Platón, Fedón, 87-88).

 

No obstante, este camino conocerá distintos grados de veracidad en función del sometimiento de la mirada a la razón: la imaginación –propia de los que, maniatados, no pueden observar más que los reflejos en la pared de la caverna– no es más que un entendimiento oblicuo; la creencia –de aquel que se desencadena y mira directamente los objetos que se reflectan por un fuego que todavía no es sol– sería un segundo grado; el tercero lo constituiría la razón discursiva –presentada fuera de la cripta–, que se corresponde con el saber matemático y que, aun siendo superior a lo sensorial, no remite a la esencia del mundo; y, por último, estarían las ideas a las que, dada su carencia de rasgos físicos, sólo accedemos mediante el pensamiento. El conocimiento platónico describe, entonces, un proceder cuyo orden es, en cierta manera, contraintuitivo, ya que se dirige no sólo hacia una verdadera esencia que es oculta y que no forma parte del estado «primario» del individuo, sino que además es independiente de que reparemos en ella, pues precede y sobrevive.

Esta propuesta no es, sin embargo, exclusiva de la filosofía ni de la Antigua Grecia, sino que ha condicionado hasta tiempos muy recientes la cultura occidental, hasta el punto de ser reeditada en un dominio tan alejado cronológicamente como lo es el de las ciencias cognitivas[6], en torno a la segunda mitad del siglo XX. Este espacio multidisciplinar de reflexión sobre el conocimiento contó desde su incipiente consolidación en los años 40 y 50 con una trabazón cibernética que terminaría impulsando lo que actualmente se conoce como la fase «cognitivista» en la ya bien entrada década de los 50. Sus partidarios –entre los que encontramos al filósofo y psicolingüista Fodor– entienden la mente como un procesador de información que realiza operaciones, «computaciones», de distinto corte –recepción, recuperación o transformación entre otras–. Éstas se efectuarían no sobre la realidad misma, sino «sur des symboles[7], c’est-à-dire sur des éléments qui représentent ce à quoi ils correspondent» (Varela, Invitation, 37); la cognición pasaría a ser, entonces, un trabajo de manipulación de símbolos; símbolos que median entre el sujeto cognoscente y la realidad. Esta idea de la cognición simbólica sirve tanto para el cerebro humano como para el ordenador. Es más, de ello nace la paradoja de que siendo el ordenador un producto del conocimiento humano sea también el modelo según el cual se concibe la propia inteligencia que lo creó; el ordenador deviene, entonces, «la projection littéraire de l’hypothèse cognitiviste» (Varela, Invitation, 44).

De este modo se admite, por un lado, una morfología precisa del mundo; y, por otro, una aptitud por parte de los individuos para hacerse con ella a través de sus representaciones. Igualmente, se deja entrever que en el seno de un mismo sujeto conviviría una suerte de dualismo, en la medida en que éste genera y acumula experiencia consciente y la procesa cognitivamente mediante una computación simbólica que es inconsciente (cf. Varela et al., Cuerpo, 77). Este discurso científico de la llamada fase cognitivista reanima en buena medida el sesgo idealista de la filosofía platónica, pues concibe que la cognición humana tiene que intentar asir, con la mayor fidelidad posible, una realidad que está aislada de la propia mente, que se burla jugando a escabullirse y que resulta tan ajena al conocimiento humano por vía sensible como lo eran las Ideas platónicas. Pero las ciencias cognitivas terminarán –avanzando el siglo– por sacudirse el modelo computacional y estrictamente simbólico que inspira a este cognitivismo. Matarán a este «nuevo Platón». Y por eso interesa hacerlas dialogar con el poemario de Chantal Maillard y con su concepción anti-platónica del conocimiento.

 

 

III. Sujeto y acontecimiento. Perspectivas cognitivas conexionistas y enactivas 

Tal y como hemos mencionado con anterioridad, la principal vocación del extenso poema es la de perfilar el modo que tiene el sujeto de conocer un accidente en el que un hombre resulta aplastado. El carácter fortuito del acontecimiento y el hecho de que precipite un cierto tipo de emociones –asociadas, por ejemplo, a la inquietud o a la inestabilidad– provoca que, paulatinamente, diversos personajes detengan o modifiquen su deambular en el mundo para enfrentarse a él. La aparición de esos «personajes» en el poemario se produce en un modo análogo, declara Maillard, «[al crecimiento de] los sueños / cuando el que sueña quiere saber qué se oculta» (Maillard, Platón, 25); es decir, la escritura manifiesta un pulso investigador que se traduce en esa creación de «personajes»; de este modo explora de manera creativa el acontecimiento, registrando variadas reacciones, variados estados mentales. Así pues, el acontecimiento no es cognoscible de manera unívoca: no hay una idea única (no hay verdad en el sentido platónico) que corresponda al acontecimiento. La variedad de aprehensión del mismo que demuestran los personajes convierte al acontecimiento en pluralidad de acontecimientos que dependen de las condiciones perceptivas, emocionales y vivenciales de cada observador: el acontecimiento no es un «hecho», sino un «hecho» conocido de cierta manera por sus observadores que, en sus maneras de conocerlo, se ven concernidos, «succionados» por él:

 

Ellos miran un punto, un cerco o un alud / algo que ha sucedido, un algo que se ensancha / les llama, les succiona, se adentran en el cerco / y suceden en él al tiempo que les miro, / ellos suceden dentro del punto que se ensancha / me cerca, me succiona, y es otra la mirada / que nos observa a todos y escribe lo que usted / acaba de mirar (Maillard, Platón, 39).

 

La cita señala además que el «yo» que habla en el poema es espectador de ese acontecimiento complejo formado por acontecimiento y observadores, y que –implicado también por su percepción y su vivencia– el propio «yo» se incorpora al acontecimiento: se ve también «succionado». Aún existe en la cita otra mirada: la que a todos observa (incluido el «yo») y escribe (¿se trata de la mirada de la autora?). Y una mirada final: la del lector («usted»), que a todos incluye en su mirada: que a todos incluye en ese acontecimiento cuya unidad no es más que una fragmentaria y compleja red de implicaciones perceptivas y vivenciales. El acontecimiento no puede ser conocido de otro modo, y por ello la captación sensible se presenta como origen, entraña y fin último de la escritura: ver para escribir, escribir el ver y, en última instancia, escribir para dar a ver, para proponer al lector una experiencia que resulte, para él también, sustancialmente perceptiva en toda su complejidad.

De esta forma, las repercusiones del siniestro se despliegan ante numerosos cogitos perceptivos que comparten con ellas su estar siendo en el mundo y de ellas surge una experiencia de conocimiento in situ y en la que media la dependencia de lo corporal que toda percepción y cognición tienen. 

Por lo tanto, es conveniente no sólo concebir cada fragmento poemático como una actitud cognoscitiva propia de un «personaje» particular, sino también entenderla como fruto de su interrelación con el mundo en una circunstancia y un momento determinados. Este planteamiento supone un alejamiento de una noción de sujeto de conocimiento como entidad prefijada y no modificable en su propio acto de conocer, se aleja de ese tipo de sujeto que concebía el cognitivismo. Recientemente, las propias ciencias cognitivas y la biología han trazado, y asentado con firmeza, propuestas que apuntan lo contrario: no existe un «yo» desde el que uno se dirige y se comunica con el mundo ni al que vuelve una vez finaliza; éste es una ilusión que surge al querer atribuirle una apariencia unitaria a la sucesión de distintos estados de conciencia. Esta evolución de la concepción de la cognición en nuestro mundo occidental se acerca a la que subyace a ciertas concepciones orientales. La ausencia de unidad e impermeabilidad en el sujeto de conocimiento es la misma que postulan los dharmas budistas –dharmas que resultan muy inspiradores tanto para las propias ciencias cognitivas como para el pensamiento filosófico de Chantal Maillard[8]–. Estos pretenden que la mente está en un estado de alerta para con el mundo y para consigo misma, siguiendo sus derroteros, siendo observadora[9]:

 

Los dharmas han sido definidos como factores irreductibles de la existencia, unidades de fuerza en incesante devenir […]. Condicionándose unos a otros […] forman la cadena causal denominada cadena kármica […]. El «yo» no tiene existencia, es tan sólo una corriente continua de dharmas cuya rápida sucesión procura la ilusión de una identidad (Maillard, Sabiduría, 51).

 

La postura anti-platónica que recoge el libro propone un nuevo paradigma cimentado en la inclusión: ya no hay una distancia excluyente de la realidad que gestionar para acceder al conocimiento –tal y como proponían la filosofía platónica y la etapa «cognitivista» de las ciencias cognitivas–, sino que el sujeto y la realidad no existen de manera independiente, están imbricados. El mundo, el acontecimiento de «Matar a Platón V.O. subtitulada», se presenta connatural e inseparable de la estructura cognitiva que lo afronta; el vínculo que se instaura, pues, entre el sujeto –cada uno de los personajes– y el entorno, los envuelve en una doble relación de supeditación: la de la no existencia del mundo sin el sujeto cognoscente y la de la modificación de este sujeto cognoscente en función de numerosos aspectos perceptuales, experienciales y contextuales. De este modo, limitar al sujeto a una estructura cognitiva estanca resulta inexacto; lo justo sería hablar de estructuras cognitivas que colaboran en la creación de conocimiento y en la atribución de un «significado [que] es relacional» (Dennett apud Noë, 202). En este sentido podría ser ilustrativo el verso que se pregunta acerca del «qué» que acontece –«Pero, ¿qué es lo que acontece?» (Maillard, Platón, 19)–. La pregunta invita, quizás, a considerar el acontecer como un movimiento, como «onda expansiva» que se nutre de «los efectos múltiples y recíprocos» (Varela et al, Cuerpo, 220) de un trabajo conjunto.

Esta concepción del conocimiento como acción cooperativa encuentra, parcialmente al menos, una inscripción dentro del planteamiento de la etapa conexionista –también conocida como «de la emergencia»– de las ciencias cognitivas de finales de los años 70 y que derrocó la supremacía del símbolo. En su óptica, la cognición no implica reconocimiento de símbolos, sino que se postula también como red global derivada de una interacción y contribución entre elementos significativos más simples; se trata de una visión del conocimiento que toma como modelo el sustrato neurobiológico del propio cerebro: éste se proyecta como un sistema que «fonctionne à partir des interconnexions massives […], de sorte que la configuration des liens entre ensembles de neurones puisse se modifier au fil de la expérience» (Varela, Invitation, 53). Las neuronas están interconectadas tanto a un nivel de subredes como a un nivel que liga estas subredes entre sí, provocando la emergencia de propiedades globales (cf. Varela, Invitation, 61). Así ocurre también con los elementos significativos más simples que subyacen al símbolo. Trasvasando este modelo a «Matar a Platón V.O. subtitulada», podría decirse que el poemario no sólo describe las formas de conocer –con sus incidencias– que tienen los personajes, sino que hace lo propio con la interdependencia que los modela: como si el «yo» que habla en el poemario fuera el resultado de la interrelación en red de los personajes, y como si el acontecimiento fuera lo que «emerge» de dichas interrelaciones.

Ahora bien, lo que no hace el conexionismo es desprenderse de la idea de que la cognición tiene un objetivo representativo, de que existe una correspondencia –aunque ésta ahora ya no sea entre símbolo y aspecto del mundo, sino entre estado global emergente y propiedades de ese mundo–. Es por eso por lo que esta fase de las ciencias cognitivas sólo es interesante y vinculable para el estudio de «Matar a Platón V.O. subtitulada» en lo referente a su disposición entramada de la cognición. Pero para comprender en términos cognitivos lo que el poemario ofrece es necesario acudir a una concepción de la cognición que complementa la de esta fase conexionista. Al igual que en el poema de Maillard, en la siguiente –y última hasta la fecha– etapa de las ciencias cognitivas, la «enactiva», no sólo el dualismo sujeto-mundo deja de ser pertinente, sino que también se pone en cuestión la noción de representación; pues no hay realidad pre-dada que tenga existencia más allá de la mente. Por eso el mundo ya no ha de ser reconocido por el sujeto sino que ha de ser «enactado»[10] contando, para ello, con la acción corporizada del sujeto cognoscente:

 

[…] la cognición depende de las experiencias originadas en la posesión de un cuerpo con diversas aptitudes sensorio-motrices; […] estas aptitudes sensorio-motrices están encastradas en un contexto biológico, psicológico y cultural más amplio. […] Esta estructura [sensorio-motriz] determina cómo el perceptor puede actuar y ser modulado por acontecimientos ambientales (Varela et al., Cuerpo, 203).

 

Así pues, sintetizando lo anteriormente expuesto, la percepción y la acción son los modos mediante los que el conocimiento se abre paso en el mundo. Un mundo que, puesto que no puede ser otra cosa que mundo conocido, remite de nuevo al sujeto cognoscente. Y en la medida en que precisa de un ser que es dentro del mundo, que es mundo y ser al mismo tiempo, la cognición se visibiliza.

 

 

 IV. Modulaciones de conocimiento

1. Percepción y vínculo

Antes de comenzar propiamente a revisar las formas de conocimiento que se recogen en «Matar a Platón V.O. subtitulada» y concretamente aquellas que potencian el vínculo, resulta interesante aludir a una composición en la que se subraya una importante restricción perceptiva que concierne al sujeto. El tercer poema se centra en un sujeto perceptivo que es el propio accidentado; el poema se refiere a la colocación del cuerpo del herido, que deducimos apoyado sobre el costado, y a sus ojos, que se potencian como medio para conocer aquello que se dispone a su alrededor. No obstante, uno de ellos se encuentra tapado por «[…] el guano que ha estampado una paloma / al modo en que se sellan las cartas con el lacre» (Maillard, Platón, 17). De esta manera, el hombre se encuentra limitado doblemente en sus capacidades perceptivas: por la movilidad mínima a causa del impacto en su cuerpo –inmovilidad que se intuye debido a la referencia, repartida a lo largo de todo el poema, a la gravedad de la situación– y por el excremento del pájaro. Ambas restricciones inciden precisamente sobre la capacidad sensorio-motriz del accidentado, y por esta vía la composición poemática está declarando la imposibilidad del accidentado para acceder al conocimiento del acontecimiento que directamente le concierne. En adelante, el accidentado será descartado como sujeto cognoscente; y, por ejemplo, la composición decimonovena lo presentará bajo formas inanimadas dictadas por la percepción de otro observador: «De perfil se parece al quicio de una puerta; / de espaldas la silueta recortada / en la puerta de un cuadro de Magritte» (Maillard, Platón, 19). Sin embargo, lo que sí se acumula son las menciones a los cambios a los que tiene que hacer frente su organización[11] como ser vivo. De este modo, sólo la lectura de los poemas permitirá saber si entramos en un dominio de cambios más o menos destructivos para su estructura[12]: «[…] el muerto –¿lo está ya?–[…]» (Maillard, Platón, 51).

«[Estos] cambios de postura o posición de un ser vivo» (Maturana et al., Árbol, 116) es lo que Maturana y Varela designan como «conducta»; esta última, además, implica directamente al observador que refiere este primer poema, ya que «la conducta no es algo que el ser vivo hace en sí pues en él sólo se dan cambios estructurales internos, sino algo que nosotros señalamos» (Maturana et al., Árbol, 117). La conducta que advierte este asistente es, como veremos, vinculante. Algo que no es exclusivo de esta composición, pues serán tres los fragmentos del unitario poema en los que la realidad es conocida a través de un nexo que busca lo compartido entre los distintos elementos –independientemente de su naturaleza– que en ella se disponen. Se indaga así en el principio organizativo de lo heterogéneo, lo que termina descubriendo los diversos efectos que, de la intersección entre individuo(s) y medio, se gatillan[13].

Ésta es, de hecho, la inclinación con la que se abre, mediante la primera de las composiciones, el vasto poema. En ella se trasluce un desbaratamiento de la percepción de la singularidad de aquello que, dentro de la escena y en un primer momento, es –un hombre aplastado– en favor de la percepción de lo que hay –carne reventada, vísceras, «líquidos que rezuman del camión y del cuerpo» (Maillard, Platón, 13)–. La unidad con la que, en un primer momento, era percibido el hombre aplastado se diluye en la percepción de lo que hay en la escena. La importancia del camión y del cuerpo radica en que dejan de ser, en parte, camión y cuerpo –bien delimitados por la conjunción– para transfigurarse doblemente. El poema no buscará tanto explorar la manera que tienen cada una de las estructuras individuales de estos elementos implicados de resolver dicho contacto como rastrear un estado que, además de nuevo, es compartido.

Así, por un lado, su cambio consiste en que comparten, a un mismo nivel, la condición de «máquinas»; y por otro, en que son «máquinas que combinan sus esencias» (Maillard, Platón, 13) y que, por tanto, adquieren una que es, ahora, común y doble: «de metal y de tejido, lo duro con su opuesto / formando ideograma» (Maillard, Platón, 13), es decir, una mezcla de esencias cuyo significado –de «unión»– se corresponde, además, con su grafía –una grafía trazada conjuntamente por los restos de ambos–; de manera que la permanencia de su naturaleza semántica está subordinada a la presencia tanto de lo orgánico como de lo material. La inocente referencia a lo existente que iniciaba el poema deviene entonces trabajo en busca de significación: lo visible, cuerpo y camión, componen un ideograma, un signo que busca su significado.

 

En un segundo momento, el texto recalca, de nuevo, la individualidad –mediante lo característico del moribundo–: «[…] El hombre se ha quebrado por la cintura» (Maillard, Platón, 13). Ahora bien, esta torsión y esta fractura, también de nuevo, dejan de ser propias de él, pues se prolongan transformándose en el artista que saluda con una «reverencia después de la función» (Maillard, Platón, 13) y en la pared que pierde la pintura al desconcharse y «siembra de confetis el escenario» (Maillard, Platón, 13). Las oscilaciones en la manera en que el individuo es percibido ya no son de su dominio privado, puesto que comparte movimientos y acciones con aquello que se extiende más allá de él: conocer, entonces, es seguir las perturbaciones que se replican a sí mismas reproduciéndose, bajo diversas apariencias –moribundo, artista y pared– en un ahora.

Esta condición compartida entre el hombre y la máquina, fragmentada en diversos elementos, encuentra una prolongación sólo cinco poemas después. Aquí, el vínculo que se engendra no precisa necesariamente de un contacto explícito, corporal: una media negra, que preside la escena desde una ventana, entona –mediante su color oscuro– con la gravedad del aplastamiento. Además de lo cromático, es significativa su colocación sobre «el cartel que anuncia / La muerte de un viajante de comercio» (Maillard, Platón, 23); para la instancia que la destaca, la prenda anticipa y prevé el fallecimiento del hombre.

Esta misma vía de asociaciones perceptivas es la que le corresponde al conductor del camión, pues su manera de tomar conciencia de la situación consiste en subrayar el rastro de la víctima que pervive en su propio cuerpo: «[…] su cuerpo es el horror de otro cuerpo y del suyo, / su cuerpo es exterior, es urbano y es otro […]» (Maillard, Platón, 31). Así, su organismo ha dejado de ser por sí mismo para convertirse en indicio de su acción sobre el del accidentado (pues le ha atropellado). Igualmente, la radio que figura en este fragmento –y cuyo noticiario escucha de fondo dicho conductor– adquiere un cometido asociativo; pues el victimario no puede evitar poner en relación los «“dos mil trescientos desaparecidos… las lluvias del monzón […] en Bangladesh”…» (Maillard, Platón, 31) con el hombre que, frente a él, puede desaparecer de la vida: «[…] “dos mil trescientos uno”, murmura el conductor» (Maillard, Platón, 31). La posibilidad de un significado cualquiera explorada en la conjunción de los restos del cuerpo y del camión es aquí recogida por un significado que emerge con certeza, casi con obviedad, al correlacionar el dramático suceso, el color negro sobre el rótulo y las palabras radiofónicas.

 

 

2. Ir más allá: difuminar el presente

En otros fragmentos de poemas, la situación que desencadena el atropello parece que no puede ser comprendida mientras el sujeto que se enfrenta a ella se encuentre dentro de la propia escena. Así, en la quinta composición poemática, el «yo» trata de reconstruir el suceso que está aconteciendo; ahora bien, numerosos atisbos de desconocimiento –no saber si la niña es la hija del accidentado o quién de los dos, niña u hombre, es el que habría iniciado el entrelazamiento de las manos de ambos– propician que el «yo» espectador recurra a pensamientos de corte proyectivo e imaginativo a propósito de las circunstancias de interacción. Pensamientos que juegan tanto a incluir a nuevos personajes –«Vendrán para cortarle los dedos uno a uno» (Maillard, Platón, 21)– como a hacer suposiciones sobre algunos de los estrictamente presentes, concretamente sobre el personaje de la niña. Se fantasea así con sus eventuales acciones –«[…] pero, ¡imagínese una niña huyendo […] / atenderá, absorta / […]– o razonamientos –«[La niña] Piensa que es una pena / no llevar puestas las botas de agua […]» (Maillard, Platón, 21)–. El principal foco de atención –el hombre que se debate entre la vida y la muerte y lo que en torno a él ocurre en el momento presente– está siendo difuminado y sustituido por otras escenas potenciales en las que el «yo» delega en la niña la posibilidad de conocer el acontecimiento. Sin embargo, quizás, lo más destacable es que, en este ejercicio de prospección basado en la suposición, este «yo» estaría ensayando un modo de acercamiento al acontecimiento que no es el suyo sino que pertenecería a la niña: un conocimiento por vía metonímica, al que la niña tendría acceso en virtud de su particular contacto físico con el hombre, puesto que no puede acercarse a todo su cuerpo sino que sólo le es posible el roce con una de sus manos –ya seccionada del resto del organismo– o con los restos de orina y sangre que llegan hasta sus zapatos.

Esta propensión del «yo» observador a la conjetura se encuentra también en la raíz del fragmento decimosegundo –«Si hubiese sucedido al alba, / habría mencionado […]» (Maillard, Platón, 35)–, poniendo de manifiesto que el conocimiento entraña la construcción de un discurso –para sí mismo y, si se quisiese, para otro–. Este sujeto articulará el suyo propio mediante una tensión entre aquello que no es y aquello que es; pero la percepción que habría de certificar la existencia se revela como estrategia poco segura, pues las ausencias o presencias son únicamente mencionadas en sus implicaciones olfativas; por ejemplo: si no se cumplen ciertos requisitos –si no sucede al alba, ni «en el estío de las regiones bajas» (Maillard, Platón, 35)– no hay «denso olor a manzanilla salvaje que [rezume]» (Maillard, Platón, 35). El olor aparece como emanación de aquello que está sucediendo y por lo tanto su percepción vehicula conocimiento sobre el suceso –hay olor a «a piel que se agrieta», «a perro» o «a trasplante» (Maillard, Platón, 35)–, pero no por ello se registran las consecuencias emocionales que normalmente se generan con la percepción. El olfato se revela como un conocimiento más sugestivo y creativo que completamente fidedigno. De ahí el desajuste entre lo que es y lo que huele: «Huele a pueblo que es casi / una ciudad […]» (Maillard, Platón, 36) aunque no «[…] es un pueblo ni una ciudad» (Maillard, Platón, 36); huele «a miedo enfundado en la mirada cómplice / de los espectadores / los que miran a otros / los que miran / los que siempre son otros» (Maillard, Platón, 36). El desajuste radica en que, si el miedo es ansiedad ante una amenaza de lo que es «otro», aquí los temerosos vienen a confundirse con «los que siempre son otros», de modo que la emoción del miedo pierde su especificidad. El olfato es, así, fuente de conocimiento más pretendido que cierto, pues remite no sólo a lo real sino también a lo potencial, e incluso a lo claramente inviable.

Finalmente, el poema vigésimo segundo incorpora, de nuevo, una proyección de corte futuro e hipotético: «Apenas un vistazo / a la derecha y basta: / “Siempre es igual, afuera ocurren cosas / que no debieran ocurrir, como éstas, / cosas que ensucian la calle. Tendrán / que limpiar con mangueras. / Luego querrán restringirnos el agua”» (Maillard, Platón, 55). El impacto del accidente y el hombre dañado se difuminan completamente, pues no guardan valor por sí mismos sino únicamente por las implicaciones que su presencia acarrea, a corto plazo, para el vecindario.

 

 

3. Gestionar la distancia: acontecer o intelectualizar

Toda apertura al exterior entabla y supone un contacto con aquello que, en principio, es «otro». Sin embargo, tal y como manifiesta el poema, la alteridad puede gestionarse de dos formas; cada una parte de un modo opuesto de concebir el conocimiento: una separa al «yo» respecto del resto –preservándolo de cualquier posible riesgo y reafirmando su diferencia–; la otra anula cualquier alejamiento –sintiéndose el «yo» concernido en el otro, ampliando, así, su jurisdicción–. Maillard parece concebir estos dos modos cognitivos que, en términos generales y salvando las distancias, cabe asociar con las dos concepciones de la cognición revisadas páginas atrás: la discontinuidad que proponían las ciencias cognitivas en su fase «cognitivista» entre realidad y sujeto cognoscente, presuponía la existencia de una aptitud para representar el mundo como si éste fuese de una cierta manera –la verdad aislada e incomunicada que aseguraba Platón para aquellos que se emancipaban progresivamente de las trampas provenientes del cuerpo–; por su parte, la cognición es concebida por Varela y Maturana desde una óptica enactiva, según la cual toda cognición emerge de una estructura biológica enraizada y de la plasticidad de un sistema nervioso reactivo a las interacciones con su entorno –«el fenómeno de conocer es una sola pieza– (Maturana et al., Árbol, 22). La distancia platónica en el conocimiento de la verdad conserva la otredad de ésta última; las ciencias cognitivas con sesgo biológico acercan al sujeto y al objeto de conocimiento hasta anular toda distancia de alteridad.

Respecto del poema maillardiano, en la primera de las posibilidades encontramos al conjunto de espectadores del fragmento octavo que se agranda y que actúa como un «[…] gigantesco cuerpo vampiro» (Maillard, Platón ,25). Criatura que, si bien se sustenta a partir de lo «otro», aquí lo hace, en última instancia, para facilitarse un conocimiento acerca de sí misma; este conocimiento es deducido tras establecer una comparación entre su situación y la del herido: al conocer la cercanía de la muerte del accidentado, ese público «[se sabe] vivo por un tiempo, [se sabe] vivo por más tiempo» (Maillard, Platón, 25). Este alejamiento se preserva también en el caso del músico –alejamiento denominado, aquí, «seriedad»– y que invita a que «no [sintamos] en los labios / el aliento de un hombre que agoniza» (Maillard, Platón, 47).

Igualmente, en algún poema, la forma que tiene el propio intelecto de trabajar con sus ideas entona bastante bien con una actitud cognoscitiva distanciada. La aparición de una dimensión intelectual que desmiente lo percibido se concreta, principalmente, bajo forma de comentario estadístico. Éste irrumpe, en el fragmento octavo, en la boca de un hombre que busca apaciguar los nervios de la mujer que lo acompaña: «El sesenta por ciento de los muertos / por accidente en carretera / son peatones», le dice (Maillard, Platón, 27). Esta sentencia desencadena un efecto distanciador inmediato –es el verso siguiente– en la observadora: «La mujer deja de temblar: todo está controlado. / A punto estuvo de creer que algo / anormal ocurría […]» (Maillard, Platón, 27). El porcentaje estadístico está introduciendo, además, una abstracción; filtra una experiencia particular e irrepetible mediante un cúmulo de situaciones pasadas, limando así sus detalles y eliminando cualquier desenlace potencial que contradiga esta «lógica impuesta»: un hombre en una situación concreta –debatiéndose entre la vida y la muerte– se torna hombre muerto –para así ajustarse a la estadística y a la normalidad–. El alcance emocional del accidente es entonces menor porque éste no demanda acción, «[…] ya no la involucra [a la mujer]» (Maillard, Platón, 27), pues además de irremediable entra a formar parte de la fría estadística: en cierto modo el accidente ya no está aconteciendo.

En los casos presentados, más que conocimiento –en toda su extensión y repercusión emocional–, pervive una voluntad por evitarlo; pues si conocer es, primordialmente, apertura y aporte, aquí el «yo» se entrega a su propio atrincheramiento, a recelar de lo que está percibiendo para garantizar un equilibrio emocional.

En el extremo opuesto –y en sintonía con la comprensión enactiva de la cognición–, encontramos una gestión de la distancia que consiste en su anulación: constatamos que, en algunos poemas, para conocer es necesario minimizar la distancia existente entre el «yo» y el «otro». Para ello es preciso seguir la trayectoria, el gesto de lo que acontece y así, finalmente, involucrarse, inscribirse dentro de su impacto. Es así como el «yo» deja de ser «yo» y empieza «[…] [a] despertar en otro […]» (Maillard, Platón, 27), empieza a alcanzar un conocimiento de ese otro. A veces, incluso, recibiendo un fuerte impacto e incluso sufriendo una situación de colapso: es el caso de la chica –presumiblemente la niña– que termina desmayándose en el fragmento decimoquinto.

Sin embargo, parece ser que este conocimiento no se revela ante todo el mundo –«Para que algo acontezca no basta un accidente» (Maillard, Platón, 57)–, pues aunque lo que aquí sucede –el hombre moribundo– tiene una fuerza y una capacidad de impacto innegables, se requiere que el «yo» esté predispuesto a doblegarse; el impacto no es impacto si aquello sobre lo que se ejerce no es receptivo: «un acontecimiento es un olor que espera / que alguien lo respire, una herida que aguarda encarnarse […]» (Maillard, Platón, 57). De esta manera, el acontecimiento no acontece por sí mismo, sino que precisa de un sujeto que no se niegue a él: «uno puede negarse al acontecimiento / y convertir su historia en un simple resumen / de lo ocurrido, pasos que no devienen cruce / y se apagan en vida, o se secan» (Maillard, Platón, 57). Conocer es aquí participar en el instante, suceder de forma paralela y dialogada con el resto del entorno –«[…] Yo acontecí en ese instante» (Maillard, Platón, 63)–. Acontecimiento y conocimiento que sin embargo no pueden sobrevenir incesantemente, sino que son más bien algo efímero, como una «chispa» (cf. Maillard, Platón, 63), quedándose, a su término, «[…] a oscuras la ciudad / [incluso] cuando el sol cae oblicuo / como una lanza, / y es verano» (Maillard, Platón, 61).

Ahora bien, este conocimiento no resulta ser tan espontáneo como se perfila en un primer momento, pues la base de esta inclinación hacia el «otro» radica en el reconocimiento de una experiencia previa por parte del sujeto cognoscente, una experiencia que actúa como umbral. Así, si lo que se pretende conocer es un accidente de orden dramático y físico se requiere una vivencia de corte similar, un reconocimiento del agente perturbante o de los efectos generados en la entidad perturbada: una herida «[…] que nos [preceda], / no inventamos la herida, venimos / a ella y la reconocemos» (Maillard, Platón, 63). La situación cognoscitiva entonces, más que revelación, es ahondamiento, un trabajo intensivo en algo ya conocido parcialmente por el individuo. Para «enactar» el mundo y de este modo conocerlo, es también preciso reconocerlo como tal: un proceso dependiente de la experiencia, de la plasticidad neuronal y de la capacidad de aprendizaje.  

Una implicación muy interesante es la compartida por un perro que pasa por la escena y por un niño que se encuentra en un balcón desde el que se puede ver el accidente; ambos conocen de una forma primitiva, natural: el primero viendo al hombre como a su «igual» –«[…] un animal frente a otro animal» (Maillard, Platón, 37)–; dada su condición animal, no hay rastro alguno de conciencia, se trata de una participación íntegramente física: lo huele, le da lengüetazos e incluso le usurpa un dedo de la mano seccionada. En el segundo caso el niño está desnudo y se ríe, lo que genera un contraste respecto de la gravedad del suceso y respecto del espanto que el agonizante suscita en su madre; una madre que lo intenta proteger de la sangrienta imagen en vano: el pequeño, al igual que el perro, también está privado de conciencia del acontecimiento. Ambos se encuentran implicados en el acontecimiento; no obstante, esto no se debe a que asimilen aquello que está sucediendo, sino más bien a un impulso totalmente irreflexivo –fruto de sus condiciones de niño y animal– de orden involuntario: el can y el moribundo entran físicamente en contacto; el niño entra en el marco de la escena sin tener conciencia de ella: ríe porque observa la trayectoria de una paloma cercana.

 

V.Conocimiento poético

En «Matar a Platón V.O. subtitulada», la poesía deriva de los modos de conocimiento del «acontecimiento» leídos hasta aquí en clave de cognición enactiva. En este conocimiento poético, la palabra es distancia y parcialidad, dado que no puede «repetir el espacio o la extrañeza» (Maillard, Platón, 51), «sólo» puede nombrarlos desde la experiencia de un sujeto. Sucede además que en esta la poesía se inscribe con especial insistencia la distancia y la demora respecto de la experiencia que todo lenguaje supone, de modo que en ella se evidencia que la actualización del recuerdo incluye olvidos y que cada rememoración verbalizada produce variantes de un mismo suceso. El poeta –la poeta que es Maillard– expresa así su desacuerdo con quien cree en la exactitud de lo escrito: «alguien me detiene. Me exhorta a serle fiel / a lo escrito. Sospecho que usted leyó a Platón / y comparte su amor por los espejos […] (Maillard, Platón, 51). El poema evidencia e insiste en la distancia, el olvido y la no coincidencia. Por eso, es susceptible de rectificaciones: el viento que «yo no sé si lo había» (Maillard, Platón, 15) termina «[…] arriba[ndo] / (había viento, sí, un viento suave)» (Maillard, Platón, 65). Y también: –«¿Debo añadir que el viento ululaba […]» (Maillard, Platón, 15), pero «[…] sería irrelevante» (Maillard, Platón, 15). La configuración real del acontecimiento es inaccesible, pero además irrelevante. Y el poema modela el acontecimiento desde una cognición que expresa las incertidumbres de su proceso.

La duda atañe también a las emociones: «¿Y qué hay del sentimiento? / ¿Debería haberlo? (Maillard, Platón, 19). La respuesta sobre la importancia de las emociones para conocer el acontecimiento es preciso rastrearla en el texto. En este sentido, podría tomarse en consideración la actitud del poeta, que se concreta en la novena composición bajo la figura de Aguado[14]. Situado en la escena detrás del acompañante de la mujer temblorosa, Aguado desaparece inmediatamente después de que ésta sea calmada por el comentario estadístico –tal y como se ha explicado anteriormente–. Indicio, quizás, de que la actitud del poeta es la contraria: él no es partidario de contener la emoción, el sentimiento, la adhesión al acontecimiento, no es partidario de que «el orden [contenga] a tiempo ese delirio» (Maillard, Platón, 27). Un delirio que es forma extrema de un conocimiento que construye inventivamente la realidad: «Aquel hombre aplastado sin el cual el poema / no tendría sentido / es el único al que, por más que yo me empeñe, / no puedo describir sin invención […] / quiero pensar –y así lo escribo– / que esboza una sonrisa para adentro, tan dentro que ninguno / de los presentes se da cuenta» (Maillard, Platón, 59). El conocimiento poético no captura lo real, pero tampoco lo pretende: la escritura sirve para «tomarle las medidas al miedo» (Maillard, Platón, 74), incluso cuando la emoción llevada a su grado máximo incide en el conocimiento hasta volverlo delirio.

El conocimiento poético puede ser también considerado desde la perspectiva lectora. La lectura poética es en sí misma una experiencia cognitiva que tiene la percepción como sustento. La del lector es una mirada de mayor ángulo –prácticamente panorámica– pues puede, si quiere, observarse a sí mismo observando a los personajes en sus observaciones. En el fragmento decimocuarto, la lectura es referida como actividad succionadora, pero, en cierto modo, muy expuesta; pues, en su desarrollo, uno de los ejercicios del cerebro es el de hospedar, y asimilar, un curso de imágenes incesantes (cf. Maillard, Platón, 43). Ante esto no hay escapatorias medias –el poemario no concibe lecturas superficiales de atención moderada–, de forma que el único margen de acción del lector es ver –absorber todo lo que se le propone– o dejar de ver: «[ellos] también miran al hombre aplastado / que usted sigue mirando / sin poderlo evitar. / ¿Puede acaso?» (Maillard, Platón, 43); «Pudo evitarlo, pero no lo hizo. / No quiso hacerlo. Pudo / cerrar las páginas del libro / y no lo hizo. […]» (Maillard, Platón, 45). Ahora bien, es necesario recordar que existe un espacio dentro de la lectura que es de dominio exclusivo de su lector y que va más allá del propio texto y del «usted» que se cuela en algunos poemas: y es que el «mirar» de la lectura no resulta de la vista que se dirige a un objeto, sino de una mirada «imaginativa» que nace de lo que dicen las palabras y de lo que éstas nos sugieren a cada uno.  

Llegados a este punto, es de interés cotejar el conocimiento que brinda lo poético con el conocimiento filosófico; una dimensión filosófica que toma cuerpo en el fragmento noveno del poema mediante las figuras de Musil y de M. Serres[15], enzarzados en una discusión acerca de la pertinencia o no pertinencia de la escena del atropello dentro de un ensayo. Al hacerlo, no sólo están pensando en el uso y el destino que pueden darle a la tragedia del accidente, sino que están considerando también su cualidad de discurso. La negativa del austriaco a su inclusión dentro de un ensayo podría gravitar, quizás, en torno a la diferencia insalvable que enfrenta a la filosofía y a la vida: el discurso de la primera se basa en un razonamiento que, aunque incurre en bifurcaciones, es deductivo y persigue la conclusión; es entonces una suerte de construcción que no tiene por qué corresponderse con nosotros y nuestras vivencias. La vida, por su lado, se gesta a partir de dos discursos inseparables: uno, en cierta medida, también lógico-deductivo –el que cada uno genera con sus acciones y decisiones– y otro que corta de raíz la causalidad, la previsión y la coherencia –los acontecimientos que no recaen en las manos de uno y que, de forma inesperada y arbitraria, influyen en el devenir del «yo autobiográfico» y de la «conciencia extendida» (cf. Damasio, Sentiment, 30-32).

La poesía, por su lado, parece convenir y encajar con el pulso incierto de la vida. Y es que, si el curso de ésta pende de numerosos agentes y efectos que se influencian entre sí, en «Matar a Platón» se reproduce parte de esta dependencia. En primera instancia porque cada poema insinúa la trayectoria de un ser, de un cogito perceptivo; y en última porque cada una de esas trayectorias no finaliza, tal y como hemos dejado entrever, al término de sus respectivos fragmentos. Probablemente, la trayectoria más persistente a lo largo del poemario y más manifiesta sea la que realiza el propio cuerpo del herido que va perdiendo extremidades y órganos; recorrido que desemboca, incluso, con alguno de ellos –el dedo en la boca del perro–, «[…] abandona[ndo] / la escena, el verso y el poema» (Maillard, Platón, 38). Junto con esta trayectoria figuran otras de distinto calibre: las palabras de horror procedentes de la radio, del victimario o de los distintos espectadores que se van replicando verbalmente en la sucesión de los textos; las conversaciones silenciosas entre las emociones de los distintos personajes o entre la instancia enunciadora y el lector. Esto se debe a que «Matar a Platón V.O. subtitulada» plantea la realidad –y el acontecimiento– desde un ángulo de visión que se agranda conforme se avanza en el libro: desde la óptica singular de sus integrantes hasta la vista aérea de la interdependencia de todos ellos: no hay víctima sin victimario, espectador sin objeto, perro que se acerca sin olor, lectura sin curiosidad, poesía sin sed de conocimiento. El saber como saber construido entre todos; el mundo y su experiencia, entonces, como una fuerza cooperativa e indivisible en participantes aislados: como mientras en el que todo trabaja en pos de un único sentido. El acontecimiento como red simultánea de percepciones (y emociones) de todos los «personajes».  

 

VI. Apuntes finales

Ya se ha mencionado la presencia de una narración que a modo de pie de página atraviesa todas las páginas del poemario. Es evidente, por un lado, el desequilibrio que existe entre la dosis poética y la dosis narrativa en el libro, siendo la primera claramente mayor. A esta asimetría ha de añadírsele que el texto narrativo refiere el momento inmediatamente anterior al instante que, de manera demorada, acontece a lo largo de los fragmentos poemáticos.

Recordemos que en la sección narrativa, el «yo» primordial es el de un poeta que afirmaba haber escrito un libro –«Matar a Platón»–. La descripción que se menciona de ese libro converge con lo aquí expuesto sobre «Matar a Platón V.O. subtitulada»: el acontecimiento multiplicado por los personajes en distintas percepciones y conjeturas; la indefinición de las presencias; distintos seres participando «[…] de todo aquello que [ellos] no [son]» (Maillard, Platón, 41). Ahora bien, en el diálogo entre página poemática y pie narrativo se localiza un disenso final que rompe su paralelismo: la narración dictamina la muerte de Platón, mientras que los fragmentos poéticos últimos terminan reconociendo cierta derrota del ímpetu anti-platónico (tras haber sido ejercido denodadamente); conocer lo inaprensible del acontecimiento (de lo que ocurre en el mundo) nos fatiga y terminamos cediendo, conformándonos con las abstractas verdades platónicas:

 

Pero el ansia de repetirnos / instaura las verdades. Toda verdad repite lo inefable, / toda idea desmiente lo-que-ocurre. / Pero las construimos […] / Bien pensado, es posible que Platón / no sea responsable de la historia: / delegamos con gusto, por miedo o por pereza / lo que más nos importa (Maillard, Platón, 67).

 

La poesía es empeño de conocimiento anti-platónico; y en su camino perceptivo, el conocimiento poético podría haber sabido anticiparse a otros saberes más exactos. Quizá por esta sospecha, antes de que llegue a consumarse el «Matar a Platón» metadiegético, la narración a pie de página sitúa al poeta –al autor de ese poemario titulado «Matar a Platón V.O. subtitulada»– entre la vida y la muerte: él mismo es el hombre atropellado en el accidente. Porvenir indeciso que podría ser advertencia, aunque ya es en sí castigo: en la pérdida de la mano y de su dedo le es negado el gesto de la escritura.

En cualquier caso queda la palabra poética, que aquí ve su naturaleza creativa asociada a la del propio acontecer: conoce el acontecimiento al mismo tiempo que lo nombra (no necesita de reflexión previa), es una «palabra-luz» vehicular (cf. Maillard, Creación, 52-54). Palabra-luz que recuerda a la razón poética que solicitaba María Zambrano –y cuyo objetivo, la comprensión del estar en la vida de los objetos, era inherente a la espera serena–. En el poema de Maillard, también es el objetivo ese estar en la vida, pero, ciertamente, lo vivido tiene poco de sereno: la convulsión del atropello, del grito del moribundo que no hemos oído. 

 

Bibliografía

Damasio, Antonio, Le sentiment même de soi, Paris, Odile Jacob, 1999.

Maillard, Chantal, La creación por la metáfora, Barcelona, Anthropos, 1993.

Maillard, Chantal, La razón estética, Barcelona, Laertes, 1998.

Maillard, Chantal, Matar a Platón, Barcelona, Tusquets, 2004.

Maillard, Chantal, Hilos, Barcelona, Tusquets, 2007.

Maillard, Chantal, La sabiduría como estética. China: confucianismo, taoísmo y budismo. Madrid, Akal, 2008.

Maillard, Chantal, La baba del caracol, Madrid, Vaso Roto, 2014.

Maturana, Humberto / Varela, Francisco, El árbol del conocimiento. Las bases biológicas del conocimiento humano, Madrid, Debate, 1996.

Noë, Alba, Fuera de la cabeza. Por qué no somos el cerebro y otras lecciones de la biología de la consciencia, Barcelona, Kairós, 2010.

Platón, El banquete y Fedón, Madrid, Aguilar Ediciones, 1966.

Platón, La República, Barcelona, Editorial Juventud, 1979.

Varela, Francisco, Invitation aux sciences cognitives, Paris, Éditions du Seuil, 1996.

Varela, Francisco / Thompson, Evan / Rosch, Eleanor, De cuerpo presente: las ciencias cognitivas y la experiencia humana, Barcelona, Gedisa, 1992.

 

[1] Recordemos que el ámbito filosófico fue aquel hacia el que orientó su formación y su profesión, tanto como profesora de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad de Málaga como autora de numerosos ensayos.

 

[2] Entre ellos destacan los artículos de Eugenio Maqueda Cuenca («Poética y estética en Matar a Platón», Espéculo. Revista de estudios literarios, 2009, en línea: [http://www.ucm.es/info/especulo/numero43/mataplat.html], consultado el 17/06/2017) y José Luis Fernández Castillo («Poesía y filosofía en Matar a Platón de Chantal Maillard», Espéculo. Revista de estudios literarios, 2009, en línea: http://www.ucm.es/info/especulo/numero42/maplaton.html]

consultado el 17/06/2017).

 

[3] Por el peso y el tratamiento que reciben la contemplación, la conciencia y la concepción del «yo» es necesario destacar las tesis doctorales de Nuño Aguirre de Cárcer Girón (La actitud contemplativa a través de la obra de Chantal Maillard, Universidad Autónoma de Madrid, 2012) y de María Dolores Nieto Alarcón (En la trama del lenguaje. Desdoblamiento y repetición en la escritura de Chantal Maillard, Universidad de Barcelona, 2015). ( ría Dolores Nieto Alarcón del »)as n la contemplaciorales de nutre de su interreses dobles de la autora promet que tengo del ( ría Dolores Nieto Alarcón del »)as n la contemplaciorales de nutre de su interreses dobles de la autora promet que tengo del

[4] A propósito de la poesía y de las artes, el capítulo V del libro X de la República, cuyo título «Pintura y poesía, puras ilusiones» condensa ya la postura que se defiende, se afirma: «en general el arte imitativo lleva a cabo su obra estando lejos de la verdad, y además tiene trato, trabazón y amistad con la parte de nosotros que está lejos de la sabiduría y nada tiene de sano y verdadero» (Platón, República, 357). En Fedón, además, la imperfección de la poesía se vincula con la inexactitud de los sentidos: «[…] ¿ofrecen, acaso, a los hombres alguna garantía de verdad la vista y el oído, o viene a suceder lo que los poetas nos están repitiendo siempre, que no oímos ni vemos nada con exactitud?» (Platón, Fedón, 86). «ntidos: «ído a los humanos, o llardn la contemplaciorales de nutre de su interreses dobles de la autora promet que tengo del

[5] Platón dice al respecto: «Mi opinión es ciertamente que en los últimos limites del mundo inteligible está la idea del bien que se advierte con esfuerzo […] [y que] es la causa universal de todo eso que hay de bien y de bello, que en el mundo visible ella es la creadora y la dispensadora de la luz y que en el mundo inteligible es la que dispensa y procura la verdad y la inteligencia […]. […] la facultad de conocer [parece] que pertenece realmente a algo más divino […]» (Platón, República, 251-253).

 

[6] Integrada por disciplinas tales como la inteligencia artificial, neurociencia, psicología, antropología y filosofía de la mente y que resulta «la plus importante révolution conceptuelle et technologique depuis l’avènement de la physique atomique, ayant un impact à long terme à tous les niveaux de la société» (Varela, Invitation, 21).

 

[7] La computación trabaja con representaciones simbólicas que, respetando la sintaxis del lenguaje programador en el que está configurada una determinada máquina, se relacionan semánticamente.

 

[8] En la Universidad de Benarés, Maillard se especializó en Filosofías y Religiones orientales, dedicando a ello numerosos artículos y libros: Rasa. El placer estético en la tradición india (2007), La sabiduría como estética. China: confucianismo, taoísmo y budismo (2008) o India (2014) entre otros.

 

[9] En el caso de la poética de la autora, los dharmas encuentran quizá su mayor expresión en el poemario Hilos. Sirva de ejemplo: «Apenas despierta – / ¿deja la mente de estar / despierta bajo el sueño?–, apenas yo / –¿yo?– apenas despertar en la / conciencia cotidiana, se ofrece / revestida de uno u otro tema […]» (Maillard, Hilos, 47).

 

[10] «El neologismo ‘enacción’ traduce el neologismo inglés enaction, derivado de enact, ‘representar’, en el sentido de ‘desempeñar un papel, actuar’. De allí la forma ‘enactuar’, pues traducir ‘actuar’, ‘representar’ o ‘poner en acto’ llevaría a la confusión» (Varela et al., Cuerpo, 176).

 

[11] Para Humberto Maturana y Francisco Varela aquello que caracteriza al ser vivo es la «organización autopoiética» (cf. De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de lo vivo,1994); organización de la cuál se deriva la propia autonomía del mismo, pues «si no podemos dar una lista que caracterice al ser vivo, ¿por qué no proponer un sistema que al operar genere toda su fenomenología?» (Maturana et al., Árbol, 41).

 

[12] «Estructura» y «organización» son dos conceptos clave y estrechamente relacionados en el pensamiento de ambos biólogos. La «organización» hace referencia a todas aquellas «[…]relaciones que deben darse entre los componentes de una unidad para que se lo reconozca como miembro de una clase específica» (Maturana et al., Árbol, 40) –por lo que un cambio en este nivel podría poner en riesgo la identidad de esta unidad–; la «estructura» por su parte son «las relaciones [actuales] que concretamente constituyen una unidad particular realizando su organización» (Maturana et al., Árbol, 40); relaciones que admiten, pues, cierta flexibilidad sin que la organización se vea comprometida.

 

[13] El verbo «gatillar», empleado recurrentemente por Maturana y Varela, pretende acentuar el hecho de que tales cambios «[…] son desencadenados por el agente perturbante y determinados por la estructura de lo perturbado» (Maturana et al., Árbol, 18). Es decir, no es la estructura del agente la que especifica los cambios que experimenta aquello que es perturbado, sino la propia estructura biológica de este último.

 

[14] Jesús Aguado es un poeta y traductor español que, además de compartir con Chantal Maillard su interés por la India –de hecho, los dos han vivido en la ciudad de Benarés–, ha colaborado con ella en proyectos poéticos como el libro Semillas para un cuerpo.

 

[15] Se refiere al escritor austríaco Robert Musil, autor de la célebre obra El hombre sin atributos y a Michel Serres, el filósofo francés que cuenta con una vasta producción y estudios en diversas áreas, incluida la científica (L’Hominescence).

 

ISSN 1913-536X ÉPISTÉMOCRITIQUE (SubStance Inc.) VOL. XVI

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Candela Salgado Ivanich
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