I. La ficción del dinero, el dinero como ficción
Sucede que, al final del camino, la sospecha se vuelve contra el escéptico que había hecho de ella el motor de su búsqueda. Tema borgiano por excelencia, a imagen de la paradójica consagración académica y de la mercantilización editorial de Ricardo Piglia (Link, 148), autor que tantas veces ha cuestionado a lo largo de su trayectoria la idea de centralidad del canon y de constitución del valor literario[1]. Un autor que, no obstante, ha ejercido un «papel rector» dentro del campo intelectual argentino, produciendo un giro en la manera de leer la tradición literaria nacional y dando lugar a un auténtico «sistema Piglia» (Fornet, 12) que legitima la propia obra situándola en el centro del nuevo canon (Kobylecka-Piwonska, 4).
Desde el punto de vista editorial, el año 2015 marcó el inicio de una nueva etapa, acaso la definitiva, en el asentamiento del autor de Respiración artificial y Plata quemada en el canon literario hispánico contemporáneo[2]. Sin ánimo de extender al mercado actual la teoría del complot o los análisis sobre la economía del campo literario presentes en la producción crítica y ficcional de Piglia, y dejando por tanto a un lado el entendible oportunismo de las reediciones de sus novelas y de algunos textos ensayísticos al amparo de la concesión del premio de turno, cabe subrayar el acontecimiento –esta vez literario a la par que mercadotécnico– que supone la publicación de Los diarios de Emilio Renzi[3].
El diario, que Piglia decide atribuirle a su alter ego mediante un procedimiento que difumina la frontera entre realidad y ficción, intercalando relatos en tercera persona y textos reflexivos sobre el propio arte de narrar, resulta particularmente interesante para el investigador por varias razones. En primer lugar, porque termina con lo que durante mucho tiempo fue considerado por algunos críticos «pura ficción, uno más entre los mitos que Piglia se construye» (Fornet, 25), incluso después de que un documental dirigido por Andrés di Tella mostrara al propio autor manipulando uno de los célebres cuadernos donde supuestamente consignaba sus reflexiones[4]. En segundo lugar, debido a sus aportaciones como fuente de datos biográficos y crónica del campo intelectual y literario de la época referida, en el que el joven Piglia/Renzi ingresa progresivamente (1957-1967, época recogida en el primer volumen) hasta consagrarse (1968-1975, periodo que cubre el segundo volumen). Por último, y es el enfoque que privilegiaremos en este estudio, el diario constituye una ocasión inmejorable de observar la evolución literaria del autor. Como complemento a la omnipresencia de la reflexión crítica y del autocomentario en la obra pigliana, la lectura del dietario permite acceder a las vicisitudes de una poética en formación, suerte de work in progress que abre la puerta a una relectura crítica de algunas de sus obras más significativas publicadas hasta la fecha, con la posibilidad de enfrentarse a ellas en toda su complejidad y acaso desvelar sus contradicciones internas.
El periodo abarcado por la primera entrega incluye el intento preliminar de Ricardo Piglia de dar forma a los hechos acaecidos en 1965, que treinta años más tarde abordaría en su novela Plata quemada. Acontecimientos recogidos por primera vez en una entrada del 9 de noviembre del mismo año en relación con un proyecto de novela sobre la vida delictiva de Cacho, amigo del novelista en ciernes:
Tema. Acaso el final de mi novela sobre Cacho esté en el departamento de Montevideo en esos tres pistoleros atrapados allí, aguantando dieciséis horas y resistiendo contra cuatrocientos policías y soportando gases, fuego, balas, agua, bombas hasta que al fin queman el dinero y gritan: «Vengan a buscarnos, guanacos» (Diarios I, 203).
El propio Piglia (Plata, 170-171) atribuía en el epílogo de la novela publicada en 1997 «el impulso inicial» para interesarse por la historia a su encuentro fortuito «a fines de marzo o principios de abril de 1966» con la «concubina» de uno de sus protagonistas (que significativamente utiliza su relato como pretexto para que el autor le pague una comida en el restaurante del tren en el que supuestamente se encuentran), al tiempo que afirmaba que ello dio lugar «entre 1968 y 1969» a una «investigación» y a una «primera versión» del libro, proyecto que sería abandonado en 1970. Basta una simple yuxtaposición de la cita anterior con el mencionado epílogo para observar la fecundidad del diario como paratexto de la obra de ficción, no por simple voluntad de precisión biográfica, sino en la medida en que el contraste contribuye a redibujar las coordenadas ficcionales de la novela[5]. Así, observaremos dos incoherencias entre uno y otro paratexto. La primera es puramente cronológica, puesto que, según las entradas del diario, el proyecto de escritura y la investigación correspondiente empiezan a desarrollarse en 1965, cuando Piglia es enviado a Montevideo como cronista policial del diario El Mundo «a cubrir el asedio de la policía a tres maleantes argentinos que habían robado un camión pagador en San Fernando» (Diarios II, 160) y se intensifican en 1967. Asimismo, el supuesto encuentro con la mujer no consta en Los diarios de Emilio Renzi, y de hecho desde un primer momento la motivación del proyecto de escritura aparece vinculada a la fascinación por la figura del amigo y sus peripecias al margen de la ley, como se observa en la entrada del martes 19 de octubre de 1965: «No tendría que pensar de esta manera, pero mi amistad con Cacho tiene también el sentido de una novela que me gustaría escribir» (Diarios I, 201)[6]. No buscamos aquí desmentir el carácter factual del epílogo con respecto a la supuesta «verdad» del diario[7], máxime atendiendo a la configuración discursiva de este último, así como a la práctica pigliana de diluir las fronteras de la ficción, que el autor justificaba de este modo en una entrevista incluida en Crítica y ficción:
Me interesa trabajar esa zona indeterminada donde se cruzan la ficción y la verdad. Antes que nada porque no hay un campo propio de la ficción. De hecho, todo se puede ficcionalizar. La ficción trabaja con la creencia y en este sentido conduce a la ideología, a los modelos convencionales de realidad y por supuesto también a las convenciones que hacen verdadero (o ficticio) a un texto. La realidad está tejida de ficciones (Crítica, 10).
En definitiva, ninguno de estos dos paratextos constituye una referencia externa, un prisma estable desde el cual observar la ficción. El hecho de que el epílogo, pieza clave para definir el estatuto ficcional o referencial del relato, sea asimismo una pieza ficcional, refuerza la complejidad del dispositivo de lectura de Plata quemada, novela que el propio Piglia adscribe a la tradición del realismo crítico y de la non fiction cultivada por el nuevo periodismo estadounidense (Diarios I, 283), popularizada por Rodolfo Walsh en el contexto argentino, y que algunos críticos on calificado de docuthriller (Grinberg Pla, 417)[8]. Como subraya Jimena Néspolo (107), en el epílogo, Piglia «exacerba y parodia todos los mecanismos posibles de verosimilización del relato propios del non fiction (se erige como personaje al cual le fue referida “de primera mano” la historia, cita fuentes gráficas, documentos confidenciales, testigos, despacha agradecimientos)». La retórica de la ficción desplegada a modo de pacto referencial espurio no hace por ende sino trasladar al nivel de la aprensión hermenéutica del relato que precede al epílogo la cuestión de la creencia, que constituye asimismo el tema principal de la novela, articulado a través del dinero.
En efecto, Plata quemada postula una relación explícita entre ficción novelesca y ficción del dinero, hasta el punto que la lógica monetaria actúa como eje narrativo del relato, como su razón de ser. Como destaca Rose Corral (Usos), se perciben ya desde el título las huellas de la «lectura estratégica» de la obra de Roberto Arlt que lleva a cabo Piglia durante los años 73 y 74, y que cristalizará en la publicación de dos artículos fundamentales para la crítica arltiana[9]. En este sentido, como iremos viendo a lo largo de este estudio, el esquema de trabajo previo a la redacción de «Roberto Arlt: La ficción del dinero» que el autor inserta en su diario bien podría leerse como un esbozo de las problemáticas vinculadas a la economía monetaria que serán desplegadas en la novela por venir:
El dinero en Arlt. El dinero y el deseo. Dinero como medio de circulación: desplazamiento, metonimia. Dinero como medida del valor, metáfora, condensación. Dinero equivalente general, «ficticio», convencional, una convención generalizada, imaginaria. Tesoro. Crédito. Deuda: temporalidad, promesa, creencia, postergación. Oro: fundamento del valor (ausente), su «brillo», cualidad estética. Intercambio, transacciones. Robo, don, regalo. Dinero, moneda falsa. Poder infinito del dinero, puede transformarse en cualquier objeto vivo o muerto. Azar de los intercambios, destino incierto. Ahorro, lujo, herencia. Efecto «patológico» del dinero, codicia, avaricia, fetichismo. Frenesí –sin regla ni medida– de la acumulación. (Diarios II, 356)
La novela tematiza el dinero como una de esas ficciones que tejen la realidad a las que se refería Piglia en la entrevista citada anteriormente, haciéndose eco de los planteamientos filosóficos de Georg Simmel, que veía en el dinero el instrumento mediador por excelencia entre el individuo moderno y el mundo. De ahí que Alejandra Laera otorgue a Plata quemada un lugar destacado en el corpus de ficciones del dinero publicadas en Argentina durante la última década del siglo XX, que la autora define de la forma siguiente:
por un lado, hablan de dinero, y a partir de él, del tiempo y del espacio, de la historia y el mundo, de las temporalidades y los paisajes; por el otro, el dinero viene a revelar algo de la propia ficción y se inscribe como uno de sus orígenes. Como si el dinero y la ficción se requirieran mutuamente para, en su tensión de artificios, dejarse ver uno al otro (21).
A pesar de que privilegia en su análisis de la novela la perspectiva sociológica, insertándolo en un capítulo dedicado a las instancias de consagración y a la producción de valor en el mercado de los bienes culturales, no por ello deja Laera (271) de subrayar el carácter ejemplar de Plata quemada como representación total de las múltiples relaciones entre dinero y literatura al anudar tres niveles: «texto, condiciones de enunciación e instancias de evaluación».
Por nuestra parte, optaremos por focalizar nuestro acercamiento a la novela de Piglia en el diálogo que se establece entre los dos primeros niveles, partiendo de la premisa de que el dinero, tematizado en la obra, cumple a su vez una función estructural en la misma, determinando su configuración narrativa y problematizando la propia lógica enunciativa de la escritura ficcional. Como señala Rose Corral (Usos), la lectura pigliana de Arlt desarticuló los prejuicios críticos sobre el realismo que hasta entonces se atribuían al autor de El juguete rabioso. Si, según el propio Piglia (Arlt, 25), para Roberto Arlt el dinero «es la ficción misma porque siempre desrealiza el mundo», nos detendremos en observar cómo esta reactualización contemporánea de la poética arltiana (Link, 153) recurre a su vez a la economía monetaria para exhibir las paradojas del realismo literario, sin que ello signifique que logre trascenderlas.
En un primer momento, realizaremos una sistematización del tipo de economía monetaria que aparece representado en Plata quemada basándonos en la distinción conceptual entre dinero y moneda, así como a la lógica del equivalente general, que nos permitirán examinar en qué medida el saber monetario que contiene el texto encierra un saber de la ficción y del lenguaje. Ese saber monetario no sólo es tematizado por el texto a modo de refuerzo de la verosimilitud o del consabido efecto de realidad, sino que es puesto a prueba mediante su textualización o figuración, en el sentido amplio del término que plantea Michel Pierssens (11-12). El texto constituye por tanto una experiencia determinada del saber, una puesta a prueba de su validez, algo de lo que Piglia se muestra perfectamente consciente: «Todo arte construye su técnica y su forma usando el saber de su tiempo, con el conocimiento ajeno a su ámbito, toma de ahí los procedimientos (por ejemplo, Joyce con el psicoanálisis; Borges con las matemáticas).» (Diarios II, 121) No obstante, se trata de una puesta a prueba recíproca, puesto que el saber impregna a su vez con su propia lógica las estructuras narrativas y enunciativas del texto. De este modo, la ficción literaria problematiza la ficción del sistema económico, pero no sin contrapartida, puesto que la estructura monetaria textualizada hace lo propio con el tejido textual, entendido como sistema de signos en circulación. De esa tensión entre ambos polos surgirá nuestro cuestionamiento final de la justificación del modo de representación elegido por el autor para darle forma literaria a ese gesto «multiplicadamente anticapitalista» (Laera, 278) de la quema de los billetes robados. Al optar por la publicación de una novela despojada de la profundidad y de las exigencias formales presentes en otros textos anteriores, Piglia se apropia de la lógica del mercado y la revierte, distorsionando desde dentro sus mecanismos simbólicos y reproduciendo en cierta medida el «complot» arltiano, que consistía en devaluar el circulante mediante la emisión de moneda falsa, o lo que es lo mismo, de literatura engañosamente popular. Trataremos por tanto de determinar en qué medida puede una novela «fácil de leer, simpática» (Link, 153) y de marcado talante comercial representar, sin caer en la aporía, el rechazo del consenso, la destrucción del pacto social, el final de un sistema basado en la representación monetaria del valor[10].
II. Entre dinero y moneda: estructura del signo monetario en Plata Quemada
Nadie habrá dejado de advertir en una primera lectura la naturaleza temática (Genette, 78-82) del título de la novela, acentuada por la marcada carga ideológica del epígrafe brechtiano («¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?»). Al tiempo que describen el episodio central de la trama, ambos paratextos orientan nuestra percepción del gesto subversivo de los protagonistas, en cuanto suponen un cuestionamiento del concepto de valor, más concretamente de su producción y circulación en las sociedades capitalistas. Menos explícito que el epígrafe en este sentido, el título plantea indirectamente la dimensión social, convencional del valor al poner de manifiesto el carácter simbólico (en el sentido peirciano del término) del signo monetario en su función de medio de pago y circulación. Como explica Marx en el primer volumen de El Capital, que el joven Piglia frecuenta a finales de los años sesenta[11], una vez ha sido transformado en equivalente general de todas las mercancías, el oro puede ser sustituido por cualquier otro signo para cumplir la función de circulante, de instrumento de cambio. Tras convertirse en fetiche, el metal noble actúa por tanto como referente in absentia (Goux, Monnayeurs, 52). Desde este punto de vista, la economía monetaria de Plata quemada será ante todo una semiología[12].
¿Qué otra cosa sino una convención lingüística justifica el empleo actual de la voz «plata» para referirse de forma genérica al dinero o la riqueza? En efecto, y aunque no nos extenderemos aquí en precisiones etimológicas por otro lado bastante evidentes, no podemos dejar de subrayar el desplazamiento semántico que, a modo de metonimia, entra en juego en nuestra designación habitual del dinero, huella lingüística del progresivo proceso de desmaterialización que ha sufrido la economía monetaria mundial desde el siglo XIX. Si no hay rastro de metal noble en los billetes que arden al final de la novela (cuya intriga se sitúa a mediados de los años sesenta del pasado siglo), evidentemente tampoco los habrá en el movimiento incesante del capitalismo financiero en avanzado estado de virtualización que desde la crisis hiperinflacionaria argentina de finales de los años ochenta (recordemos que Plata quemada se publica, tras la recuperación del proyecto inicial, en 1997) ya anunciaba el hundimiento de la economía argentina en 2001 (Laera, 23-24).
Como apunta Jean-Joseph Goux (Comédie, 88-89), el bimetalismo del siglo XIX daba lugar en la literatura realista y en el lenguaje cotidiano a una diferencia simbólica entre el oro y la plata propiciada por los distintos valores y usos de uno y otro metal:
Comme le remarque Jean-Baptiste Say, parmi les métaux précieux dont sont faites les monnaies, «l’argent est le plus généralement employé ; ce qui fait que dans l’usage commun, on dit fréquemment de l’argent pour dire de la monnaie.» Mais lorsqu’il s’agit de donner à la richesse une force évocatrice, d’en faire briller l’éclat et les pouvoirs exceptionnels, c’est l’or comme réalité ou comme mot, qui est choisi […]. L’or conserve un privilège dans l’imagination, il a le monopole de l’évocation de la richesse, il reste le métal précieux par excellence, même si dans la pratique des échanges quotidiens, ce n’est pas lui qui domine, et même si, dans le langage, ce n’est pas de lui que provient la métonymie par laquelle l’argent a fini, aujourd’hui encore où la monnaie n’est plus métallique, par désigner la richesse en général.
Con la proliferación del dinero fiduciario, cuyo valor ya no está basado en la composición material del signo monetario, sino en una garantía o promesa de intercambio por la parte equivalente de la reserva de la entidad emisora, la economía monetaria avanza hacia la abstracción, pero la motivación de la metonimia todavía se mantiene en caso de que dicha reserva sea de naturaleza metálica. Sin embargo, el surgimiento del papel moneda inconvertible rompe definitivamente la relación de contigüidad entre los dos elementos de la figura, el signo y su referente, puesto que el valor reflejado por aquel es puramente ficticio, el resultado de una «convention scripturale qui règne en maître. […] La Banque centrale d’émission est vide du métal précieux […] qui seul pourrait assurer les billets mis en circulation de leur renvoi possible à quelque valeur dernière, située au-delà du marché entre les individus particuliers» (Goux, Monnayeurs,182-183). La relación entre los dos soportes (el papel y la plata, de la que el dinero toma su nombre genérico) es aquí completamente arbitraria, únicamente mediatizada por la convención del valor de cambio[13].
Dicha convención resulta aún más significativa si tenemos en cuenta su presencia en el título de la novela, puesto que en la trama se observa claramente que la única materia que actúa como vehículo del valor y termina ardiendo es el papel moneda. Dicho de otro modo: el título no puede leerse –aunque el uso cotidiano del lenguaje nos indique lo contrario– de forma literal: no se quema plata (metal), sino simple papel. Lo que destruyen los delincuentes durante el asedio de la polcía es en definitiva el valor representado por un signo que carece de valor intrínseco.
Frente a ese estado de virtualización progresiva de la economía mundial que, instigado por el auge del neoliberalismo y la desregularización de los mercados, ha ampliado las capacidades del capitalismo financiero hasta propiciar su propio colapso, las ficciones del dinero que surgen en Argentina entre las crisis de 1990 y de 2001 suponen según Alejandra Laera (16) un cambio de paradigma en la representación del dinero en la medida en que insisten en la materialización de los medios de pago y en la consiguiente pérdida de valor de los mismos. Dichas ficciones se enmarcan en una década dominada por la bancarización y la «ficción del 1 a 1», es decir por la artificiosa paridad entre el peso argentino y el dólar (Laera, 45). Situación que, si bien cobra unas proporciones mayores en la época en que fue publicada Plata quemada, no constituye sino la onda expansiva de los efectos que sobre las economías periféricas tuvo el Nuevo Orden Mundial surgido de los acuerdos de Bretton Woods. Y es que el primer proyecto de novela del joven Piglia también surge en un contexto nacional marcado por las dificultades económicas: en este caso las del gobierno radical de Arturo Illia, que propiciaron el golpe de Estado militar de 1966. El autoproclamado régimen de la Revolución Argentina puso entonces en marcha una política económica antiinflacionaria que incluyó una devaluación masiva de la moneda nacional, llevando su cotización de 250 350 por un dólar (Ferrer, 307-312).
Cabe preguntarnos, pues, cómo figura Plata quemada esa (re)materialización del signo monetario. En primer lugar, se trata de una figuración en el plano anecdótico, esto es, en la historia narrada. Así, antes de la ejecución del golpe, los delincuentes utilizan «un billete de cincuenta pesos enrollado como un cucurucho» (Piglia, Plata, 21) para consumir cocaína. Las propiedades físicas del soporte, y no el valor que éste representa, son las que motivan su uso en este caso. Se trata aquí de un uso doblemente antieconómico del circulante, no sólo debido a la consideración de la moneda en su dimensión material, sino sobre todo porque el consumo de droga por parte de los delincuentes constituye en sí una práctica individualista que los aísla del conjunto de la sociedad. La droga altera la percepción de los personajes, desrealiza el mundo en el que se mueven, trastocando sus reglas e impidiendo por tanto el consenso social, basado en la posibilidad de intercambio y negociación: «Están delirando, piensa Roque Pérez. Mucha droga, mucha falopa, faloperos viejos. Toman cocaína, se dan con todo, así cualquiera aguanta, dice Roque Pérez, se hacen los machitos porque están volados, con whisky, con anfetas» (125). Durante el asalto de la policía, las drogas y el alcohol dificultan la comunicación y contribuyen a radicalizar la postura de los perseguidos en una espiral ascendente de violencia que termina con la quema de los billetes y el tiroteo indiscriminado.
La dimensión material del signo monetario aparece desde el momento en que los asaltantes del furgón blindado entran en posesión del botín: «No la habían contado pero pesaba como si estuviera hecha de piedra, la bolsa de lona con la guita. Bloques de cemento laminado, hojas finas, todos los billetes, en la bolsa de lona, con una soga marinera» (32). Este caso de materialización resulta especialmente significativo por cuanto supone una puesta en duda de la economía monetaria y al mismo tiempo de la propia estructura simbólica del lenguaje. Al constatar el peso del contenido de la bolsa, los delincuentes no sólo olvidan momentáneamente el valor de aquello que acaban de sustraer, sino que están realizando indirectamente una lectura literal de la metonimia a través de la cual «peso» designa de forma genérica la moneda nacional[14].
Puesta en evidencia su dimensión material, el signo monetario se enfrenta a la amenaza de su propia desactivación como signo. Pero no bastará para ello con utilizar el papel moneda como si fuera cualquier otro tipo de papel para consumir droga. Tampoco será suficiente sentir su peso en las manos. Anular el funcionamiento del signo requiere algo más que una simple operación de omisión voluntaria de uno de sus elementos constituyentes. El signo resiste, dispuesto a recordar en cualquier momento que una batalla perdida no representa nada en una guerra sin fin. Detrás de la presencia material de los billetes asoma el espectro de la referencia, el carácter fantasmático de la (re)producción del valor monetario: «Lo más divertido era que toda la plata estaba amontonada en una especie de bargueño con un espejo que la duplicaba, una parva de guita sobre un hule blanco repetida, como una ilusión, en el agua pura del espejo» (43).
Aunque evidentemente la decisión de quemar el botín responde a una voluntad iconoclasta de atacar el fundamento simbólico del sistema capitalista, reduciéndolo literalmente a cenizas, no es menos cierto que, en el extenso relato del episodio final del asedio, se nos presenta dicho gesto como un proceso de simbolización basado en la superposición de dos sistemas semiológicos[15]. El dinero no es el primer objeto que los delincuentes parapetados deciden quemar dentro del apartamento. Tras el lanzamiento de botes de gas lacrimógeno por parte de la policía, optan por apilar colchones con el fin de calentar el aire para que el gas se concentre en el techo y así poder respirar mejor a ras de suelo (121). En este caso, el razonamiento basado en unos conocimientos básicos de química pone de manifiesto la necesidad física de poner materiales en combustión para sobrevivir a la embestida policial. El narrador, sin embargo, introduce un primer indicio de la importancia simbólica que irán adquiriendo los acontecimientos al referirse al «aspecto infernal» que las llamas le daban al lugar. Cuando, instantes más tarde, los delincuentes prenden fuego a los billetes, la carga simbólica de la combustión precede a su descripción material o física y se superpone a esta última. El color blanco del humo que sale de la ventana del baño ya no es únicamente atribuible a las particularidades químicas del material inflamable, sino sobre todo a la hybris (64) que supone destruir el dinero: «La esencia táctica de la banda de Malito, su brillo trágico se alimenta con la certidumbre de que cada victoria lograda en estas condiciones imposibles aumenta la capacidad de resistencia, los vuelve más veloces y más fuertes. Por eso siguió lo que siguió, la ceremonia trágica que cualquiera que haya estado ahí esta noche no olvidará jamás» (129).
El relato asigna una dimensión simbólica al gesto en cuanto ataque directo a los valores de la tribu y anuncio de la inminente condena de los delincuentes mediante dos estrategias: la presencia previa del correlato dantiano y la interpretación trágica que el narrador (Renzi) realiza de los acontecimientos[16]. Dimensión simbólica de la que ya son conscientes los propios personajes en el plano diegético, puesto que saben que el gesto decididamente (a)simbólico (en un primer nivel) de destruir una determinada cantidad de circulante no modifica realmente los principios estructurales del signo monetario, máxime teniendo en cuenta que el papel moneda destruido será puesto de nuevo en circulación sin que por ello se vea alterado su valor[17]. La destrucción se justifica pues como un rechazo simbólico (en un segundo nivel) del sistema de producción y abstracción del valor que articula la sociedad capitalista, tal como se infiere de la exposición meridiana de la teoría sustantiva del valor trabajo, de inspiración marxista (Orléan, 24-28), que realiza Dorda:
Pensar que para ganar un billete como éste, un sereno, ponele –los serenos son siempre boleta, los conocen bien, siempre se le cruza alguno cuando ya entraron en el galpón por la banderola y aparece el tipo con cara de alucinado–, tiene que trabajar dos semanas… y un cajero de banco, según la antigüedad, puede tardar casi un mes para recibir un billete como éste a cambio de pasarse la vida contando plata ajena. (129)
Bajo el gesto incendiario subyace un razonamiento económico y político que pone de manifiesto el carácter paradójico de la alienación que sufren los propios representantes del sistema. De este modo, el pensamiento económico de los delincuentes engloba tanto la estructura del signo monetario y la producción del valor como la división del trabajo y la experiencia individual del dinero que surge de la misma. Con todo, el holocausto monetario da lugar a su vez a una paradoja: planteado como fin simbólico de la circulación del capital, concita el rechazo unánime por parte de la población, indignada al ver arder el dinero –esa encarnación suprema de todo valor en la sociedad moderna–, y por tanto contribuye a reforzar el consenso en torno al propio sistema (Grinberg, 426).
El comentario del fragmento anterior permite observar claramente el doble sistema de simbolización del signo monetario al que nos referíamos con anterioridad. Con el fin de entender mejor la superposición de ambos sistemas semiológicos, acaso haya llegado el momento de distinguir dos conceptos que aparecen representados en la novela y que la crítica tiende a emplear indistintamente: el de moneda y el de dinero. Para Jean-Joseph Goux (Monnayeurs, 46), el primero de ellos implica un enfoque fundamentalmente estructural, puesto que se refiere a un determinado tipo de relaciones inscritas dentro de un sistema; el segundo, por su parte, se traduce como una «simple puissance quantitative, pouvoir d’achat chargé d’une valeur affective». Si en un primer momento de nuestro acercamiento a Plata quemada hemos optado por un enfoque centrado en los mecanismos de la moneda como «structure qualitativement déterminée de l’échange», ha sido precisamente para delimitar mejor la idea de una estructura del signo, extrapolable a nuestro análisis posterior de esas disposiciones afectivas que caracterizan la experiencia subjetiva de la circulación del dinero o, parafraseando el título de la obra de referencia de Viviana A. Zelizer, su significado social.
Consideramos que moneda y dinero deben constituir sendos polos de todo análisis riguroso de una ficción del dinero, habida cuenta de que, como hemos observado, la moneda en cuanto estructura simbólica se encuentra vinculada con la simbolización del dinero como objetivación de los afectos[18]. Por otro lado, la moneda es una forma determinada del valor, y desde el punto de vista de su estructura y funcionamiento reviste semejanzas notables con otros sistemas simbólicos, en particular el lenguaje (Goux, Monnayeurs, 46). Sin ánimo de restar un ápice de pertinencia científica a los estudios críticos basados únicamente en el enfoque sobre el «dinero», creemos que la potencialidad analítica de la analogía entre moneda y lenguaje (que, como apunta Goux, surge de la naturaleza misma del signo tal como la entiende la teoría saussuriana[19]) abre la posibilidad de desplazar el foco de observación de los aspectos temáticos o anecdóticos del texto hacia el propio tejido textual. Siguiendo a Marc Shell (7) en su ya clásica aportación a lo que posteriormente se dio en llamar el New Economic Criticism: «literary works are composed of small tropic exchanges or metaphors, some of which can be analyzed in terms of signified economic content and all of which can be analyzed in terms of economic form». Perspectiva que, en el caso de un autor tan arraigado a la reflexión sobre la propia práctica escritural y la retórica de la ficción como Ricardo Piglia, se antoja más que conveniente.
Una vez establecidos los fundamentos estructurales del signo monetario y comentadas algunas de sus manifestaciones concretas en Plata quemada, nos ocuparemos en el siguiente epígrafe de observar cómo la lógica monetaria del sistema capitalista, basada en la desmaterialización y la ficción centralizadora del equivalente general, impregna todos los aspectos de la vida personal y social de los personajes, encarnándose en toda una serie de estructuras simbólicas. Por consiguiente, nos centraremos en explorar el texto como manifestación discursiva del saber monetario, como superficie de contacto entre literatura y economía, lingüística y numismática, realidades aparentemente alejadas cuya traducción recíproca se opera mediante lo que Pierssens (9) denomina «agents de transfert».
III. Contra las sagradas formas: sistema de valores y lógica del equivalente general
Se infiere de los epígrafes anteriores que, si bien el apelativo ficción del dinero es perfectamente aplicable a Plata quemada, ello no se debe únicamente al hecho de que la novela tematice la circulación monetaria, sino sobre todo a la forma en que la despliega estructuralmente[20]. Al integrar la lógica monetaria en su tejido textual, la obra pone de manifiesto la impronta de esta última en otras estructuras simbólicas tematizadas a su vez, problematizando de este modo los mecanismos mediante los cuales las sociedades modernas han erigido el dinero en valor absoluto, o mejor dicho en la medida de todos los valores. No obstante, para comprender desde la óptica del análisis literario esa fagocitación económica de un concepto tan complejo como el de valor, que además de económico puede ser filosófico, político y sociológico, quizá debamos renunciar a definir el concepto en sí y limitarnos a observar la lógica que preside su surgimiento y su funcionamiento. Enfoque que nos lleva a relacionar el valor, en la estela de Vincent Jouve (5), con aquello que es deseable, estimable, convencional o normativo. En definitiva: a considerar la producción del valor como una tensión entre lo uno y lo diverso, como una tendencia a la disolución de lo heterogéneo en lo homogéneo.
Como se ha encargado de demostrar Jean-Joseph Goux (Monnayeurs, 162), ese principio de indiferenciación no es exclusivo del pensamiento económico, sino que constituye el fundamento mismo del pensamiento racional:
Le principe d’identité nous assure qu’il existe des invariants. Il nous permet de découvrir le même dans l’autre […] de penser la répétition du même dans la différence. Ce principe de la raison est aussi celui de la morale et celui de l’argent. La valeur est cet invariant qui subsiste dans la différence, et qui de plus, est divisable et quantifiable. Il est donc trop peu dire que l’argent est rationnel et moral ; il est l’origine même de la raison et de l’éthique [21].
La necesidad de un invariante mensurable y repetible responde al principio general del intercambio, que posibilita tanto nuestra percepción y aprensión racional de los fenómenos como nuestra vida en sociedad. Esta idea de un proceso de intercambio en sentido general procede de la aplicación semiológica de los esquemas de la teoría marxista de la moneda al conjunto de interacciones simbólicas propias de la condición humana, considerada desde una óptica comunicativa[22]. De la reflexión sobre la génesis y estructura del signo monetario extrae Goux sus consideraciones sobre la lógica del equivalente general, que inmediatamente extrapola a los campos del psicoanálisis, la política, la religión y la teoría del lenguaje. Así, la función reguladora del intercambio que ejerce el oro hasta bien entrado el siglo XX la asumirán en sus correspondientes ámbitos el falo, el padre (biológico, pero también los simbólicos: Dios y el Estado) y la palabra[23]. En todo intercambio interviene por tanto una estructura de jerarquización de los valores (Goux, Numismatiques, 17), una norma. Será precisamente ese esquema normativo del intercambio lo que permita al filósofo francés concebir su teoría en términos de numismática general:
D’une façon générale l’institution monétaire oblige les relations entre «marchandises» à passer par un détour législatif. «L’argent devient par convention, écrit Aristote dans l’Éthique à Nicomaque, l’unique moyen d’échange en vue de satisfaire des besoins réciproques. Aussi porte-t-il le nom de NUMISMA parce qu’il procède non de la nature mais de la loi» (nomos). Le détour monétaire est donc l’assomption de la loi. Si l’on pense au rôle (isomorphe à tout ce procès) des signes linguistiques, si l’on pense à la dénomination, est mise alors au jour une chaîne numismatique. Une chaîne législative et juridique qui réunit le nom, le numéraire, la numération, la nomination et la dénomination. (Numismatiques, 59)
En Plata quemada, esa lógica del equivalente general vertebra, desde el punto de vista temático, el enfrentamiento que se produce en todos los ámbitos entre los delincuentes y la sociedad. Conflicto motivado por el rechazo del grupo de heterodoxos a doblegarse a los valores de la doxa. Aunque, al igual que la hipótesis del buen salvaje, la génesis del equivalente general debe pensarse, al menos en el campo económico, como un constructo teórico operativo y no necesariamente como un momento histórico concreto (Aglietta y Orléan, 31), cabe tener en cuenta al aproximarse a la novela la coyuntura de intercambio en la que ésta se ubica, puesto que coincide precisamente con el abandono –éste sí localizable históricamente– del equivalente general. En efecto, en lo que se refiere a la moneda nacional, la economía argentina de la época en que se sitúan los hechos narrados funciona según los principios acordados en Bretton Woods, esto es: el peso no tiene apoyo en la reserva nacional de oro, sino que se evalúa según el patrón dólar, dependiente a su vez de la reserva de oro estadounidense. Así pues, como ya hemos comentado, el carácter convencional de la moneda argentina a mediados de los años sesenta (signo sin referente directo, que remite a otro signo convertible) constituye en cierto modo la antesala de la pura ficción de la equivalencia con el dólar que opera en el país tres décadas más tarde, una vez abandonado definitivamente el patrón oro tras el apogeo neoliberal de los años setenta.
Ficción del valor que, como hemos visto en el epígrafe anterior, no comparten los integrantes de la banda criminal. Pero el dinero, además de una estructura, constituye una objetivación de los afectos. Como tal, vehicula una serie de valores que impiden que sea algo tan inocente como pretende hacer creer el periodista indignado tras el acto incendiario (Piglia, Plata, 130): «Quemar dinero inocente es un acto de canibalismo». El dinero implica la asunción por parte de los individuos que lo manejan de un comportamiento económico, en las antípodas de ese «gesto de puro gasto y de puro derroche que en otras sociedades ha sido considerado un sacrificio que se ofrece a los dioses porque sólo lo más valioso merece ser sacrificado y no hay nada más valioso entre nosotros que el dinero» (131). No tener ese comportamiento implica por tanto a ojos de la comunidad no acatar el valor de cambio del dinero ni contribuir a su mantenimiento mediante la circulación, lo cual equivale, según la lógica utilitarista del homo œconomicus, a carecer de valores morales, actuar «gratuitamente, por el gusto del mal, por pura maldad» (130). Paradójicamente, como señala Valeria Grinberg (427), si el holocausto monetario resulta insoportable para los ciudadanos, aterrados ante esa visión deformada de sí mismos, es en realidad porque los delincuentes han llevado la racionalidad del capitalismo hasta sus últimas consecuencias al quemar los billetes como gesto puramente simbólico, puesto que el dinero «ya no es para ellos un valor de cambio, sino un valor en sí mismo, el único valor».
El comportamiento económico se encuentra vinculado asimismo a una vivencia de la temporalidad propia del signo monetario: participar en la economía, entendida como circulación, requiere una semiosis específica que ignore la materialidad del significante y se proyecte únicamente en el valor de cambio. Como hemos dicho anteriormente, la moneda fiduciaria funciona como una referencia a lo que nunca está ahí, se apoya en una convertibilidad in absentia eternamente postergada por el movimiento del circulante[24]. Dicha convertibilidad en términos de reserva no se plantea sin embargo en el horizonte inmediato del consumo. Nuestra relación cotidiana con el instrumento de cambio siempre será proyectiva, puesto que el buen funcionamiento de la moneda depende precisamente de su desmaterialización, de nuestra posibilidad de ver el valor más allá del soporte material y opaco (con un valor de uso distinto de su valor de cambio), pero siempre con la referencia de la adquisición de una determinada mercancía y no de una parte del tesoro o reserva. Esta relación eternamente postergada con la realidad se articula, según el enfoque simmeliano, en torno a los conceptos de distancia y potencialidad:
Como apunta Simmel, la potencialidad de tener y de ser que otorga el dinero supera en protagonismo al tener en sí. Hay que entender que esto aporta un énfasis a la importancia del concepto de distancia: la potencialidad es posibilidad no realizada e implica una lejanía, lejanía respecto a aquello que no hemos hecho aún, que podríamos hacer, que tenemos el poder (la potencia) de hacer. Un mundo que mide la riqueza y el poder en función de las posibilidades de futuro es un mundo que vive volcado al futuro y que guarda un constante alejamiento con el presente. […] La obsesión por el valor simbólico impone la postergación de los placeres sensuales que, además de ser los placeres más intensos, son también los más resistentes a la tasación y por tanto los más subversivos. (Huici, 120)
En este sentido, los delincuentes llevan la lógica económica hasta el exceso también desde el punto de vista temporal. El valor del dinero es para ellos como la droga, pura potencialidad, puro devenir: «La plata es como la droga, lo fundamental es tenerla, saber que está, ir, tocarla, revisar en el ropero, entre la ropa, la bolsa, ver que hay medio kilo, que hay cien mil mangos, quedarse tranquilo. Entonces recién se puede seguir viviendo» (Piglia, Plata, 33). Su horizonte es sin embargo el gasto, el derroche, la capacidad de hacer lo que se desee en el momento deseado sin obstáculos, no la dilatación del deseo, la privación sensorial, el consumo o la obtención de mercancías gracias a la convertibilidad del papel moneda[25].
La relación que los delincuentes tienen con el dinero en términos de temporalidad contrasta con la del tesorero del banco, que sueña con cambiar un día el portafolios que debe custodiar por otro lleno de dinero falso. Ese proyecto tiene, en el caso del empleado, una justificación material explícita, que consiste en mejorar las condiciones de vida de su familia y garantizar el futuro de sus hijos invirtiendo la suma sustraída para hacer crecer su valor:
Había vivido toda su vida en San Fernando y su padre también había trabajado en la Municipalidad. Tenía una hija con problemas nerviosos y atenderla le costaba una fortuna. Varias veces había pensado que era posible robar el dinero que le entregaban todos los meses. Incluso se lo había comentado a su mujer. A veces piensa que habría que llevar un portafolios igual y llenarlo de plata falsa. Sustituir uno por el otro y salir tranquilamente. Tenía que arreglar con el cajero que era un amigo de la infancia. Se dividían la plata y seguían viviendo una vida normal. La fortuna era para los hijos. Se imaginaba la plata guardada en un cajón secreto del ropero, la plata invertida con nombre falso en un banco suizo, la plata escondida en el colchón, se imaginaba que dormía con los billetes bajo el colchón, que los sentía crujir al darse vuelta en las noches de insomnio. (24-25)
Los múltiples cambios de punto focal, así como la aparición de diferentes testimonios a lo largo del relato permiten al lector contrastar las motivaciones de los personajes y observar hasta qué punto los valores morales que imperan en la sociedad fluctúan al ritmo del dinero. Así, un comportamiento deviene inmoral a ojos de los ciudadanos únicamente en la medida en que se trata de un comportamiento antieconómico. Mientras los delincuentes contribuyen con el dinero robado a alimentar la economía local, a los propietarios de los comercios no se les ocurre censurar o condenar sus acciones, por mucho que el volumen del gasto resulte cuando menos sospechoso (63). Se cumple así el viejo credo liberal de los vicios privados como virtudes públicas planteado por Bernard Mandeville en su célebre Fábula de la abejas, representación paradigmática de una sociedad cuyo equilibrio se sostiene merced al antagonismo de los intereses individuales. Los que más tarde serán condenados unánimemente como individuos peligrosos, malhablados y desviados, no son vistos aquí como tal, sino como distinguidos consumidores: «Se veía que era gente de dinero, muy educados, con modales refinados, personas elegantes y discretas, que, según creo, habían venido a la Capital especialmente para asistir a un campeonato de polo en los campos de Palermo» (64). La quema de los billetes, y no el robo en sí, supone un escándalo que suscita el rechazo generalizado puesto que rompe con el sistema de circulación monetaria y atenta contra los valores que lo sustentan: «Sólo locos asesinos y bestias sin moral pueden ser tan cínicos y tan criminales como para quemar quinientos mil dólares. Este acto (según los diarios) era peor que los crímenes que habían cometido, porque era un acto nihilista y un ejemplo de terrorismo puro» (131).
El acto no hace en definitiva sino desvelar la hipocresía social que considera el dinero inocente y se defiende del cuestionamiento de sus propios fundamentos evocando la injusticia y desigualdad social que la propia lógica monetaria ha contribuido a crear:
La gente, indignada, se acordó de inmediato de los carenciados, de los pobres, de los pobladores del campo uruguayo que viven en condiciones precarias y de los niños huérfanos a los que ese dinero habría garantizado un futuro. […] Si hubieran donado ese dinero, si lo hubieran tirado por la ventana hacia la gente amontonada en la calle, si hubieran pactado con la policía la entrega del dinero a una fundación benéfica, todo habría sido distinto para ellos.
–Por ejemplo si hubieran donado esos millones para mejorar las condiciones de las cárceles donde ellos mismos van a ser encerrados. (130-131)
Siguiendo esta lógica, no cuesta imaginar la reacción condescendiente de la sociedad de haber cumplido el tesorero del banco con sus planes. A buen seguro hubiera obtenido el perdón popular, puesto que sus motivos se circunscriben a la lógica económica.
Como venimos observando, el desafío que el comportamiento de los prófugos representa para la estructura social responde a la puesta en duda de la configuración simbólica de la misma, de su jerarquización piramidal de los valores en torno al concepto de equivalente general. Esos «sujetos peligrosos, antisociales, homosexuales, y drogadictos» (64), en palabras del comisario Silva, son la encarnación misma de lo no-normativo, de la heterodoxia. Su ataque sacude las cuatro estructuras simbólicas que articulan el análisis de Jean-Joseph Goux, como hemos expuesto anteriormente: además del dinero, se subvierten las concepciones normativas de la figura del padre (desprecio por la autoridad estatal y el monopolio de la violencia, representada por el inspector Silva y el resto de policías), la sexualidad (mediante los comportamientos homosexuales y masoquistas) y el lenguaje (mediante la violencia del habla coloquial). Ante la interpelación del inspector Silva, los delincuentes responden con un exabrupto de marcado carácter sexual que no sólo implica una práctica no-normativa y violenta, sino que transgrede el orden de la autoridad paternal-estatal mediante una sugerencia que roza lo incestuoso: «Pero por qué no subís vos, apuráte, a tu hija le están haciendo el culito y vos acá como un gil, la tienen en el baño del telo, un flaco con un gorompo como un brazo, y ella da grititos de gusto y se caga encima cuando empieza a gozar» (126). Como advierte acto seguido el cronista Renzi, la violencia física se traduce en violencia verbal, y ésta última se traduce a su vez en violencia física, desplazamiento recíproco cuyo monopolio no pertenece a los delincuentes:
Hablaban así, eran más sucios y despiadados para hablar que esos canas curtidos en inventar insultos que rebajaban a los presos hasta convertirlos en muñecos sin forma. Tipos pesados, de la pesada pesada, que se quebraban en la parrilla, que se entregaban al final, después de oír a Silva insultarlos y darles máquina durante horas, para hacerlos hablar. Los restos muertos de las palabras que las mujeres y los hombres usan en el dormitorio y en los negocios y en los baños, porque la policía y los malandras (pensaba Renzi) son los únicos que saben hacer de las palabras objetos vivos, agujas que se entierran en la carne y te destruyen el alma como un huevo que se parte en el filo de la sartén. (126-127)
La contaminación léxica asumida por el periodista, así como la analogía con las prácticas policiales, constituyen en sí mismas una ruptura del orden simbólico dominante. La transcripción por parte del narrador de los pensamientos de Renzi viene a denunciar la permeabilidad de la frontera de lo normativo, que distingue entre el «buen» y el «mal» uso, entre lo legítimo y lo ilegítimo. La norma que atribuye el uso legítimo de la violencia y la corrección lingüística a la autoridad estatal (llámese policía o academia) es la misma que considera ilegítimos tanto la violencia como el lenguaje de los criminales. De este modo, la materialización del lenguaje («saben hacer de las palabras objetos vivos») operada tanto por los fugitivos como por los torturadores supone, al igual que la materialización del signo monetario, el desmoronamiento de una ficción social.
Para Jimena Néspolo (107), Plata quemada se nos presenta como una novela excesiva, que tematiza y al mismo tiempo ejemplifica la destrucción «de los cuerpos (del propio –a través de la droga y del masoquismo sexual– y del ajeno –en el furor asesino de la pareja–), del sistema (al quemar el dinero atenta de base contra la lógica del poder y la propiedad) y de las formas (socioculturales, genéricas, simbólicas, y también de la “corrección” de estilo que, hasta la aparición de esta novela, era la marca pigliana)». Expresar lo excesivo mediante el exceso mismo, rompiendo la norma del estilo, acaso materializando la escritura hasta hacerla alcanzar sus propios límites. Tal sería a priori la apuesta formal de la novela de Piglia.
IV. Realismo a pesar de todo: la paradoja de la legibilidad
¿Existe, pues, una solidaridad entre el comportamiento antieconómico y antisocial de los delincuentes y el gesto escritural, es decir la poética del autor? Al menos esto parece desprenderse de la entrada del diario correspondiente al 5 de enero de 1967, en la que el escritor en ciernes plantea la mayor dificultad a la que se ve enfrentado: «transmitir la interioridad, o mejor, la conciencia con la que los personajes viven los hechos. El mayor desafío sería reconstruir e imaginar el mundo personal de personajes completamente distintos al novelista y a los lectores. Tratar de escribir una novela que vaya mucho más allá de la experiencia habitual de quienes la leen y de quien la escribe» (Piglia, Diarios I, 284).
En realidad, la dificultad responde a cuatro exigencias. Por una parte, se trata de trascender la visión monolítica de la «crónica oficial», recurriendo a la multiplicidad de puntos de vista y a la vivencia de los protagonistas. De esta primera exigencia ética surge una segunda, de índole técnica o metodológica y derivada de las limitaciones físicas que encuentra el autor para acceder a la interioridad de los protagonistas reales de los hechos que pretende narrar. Muertos o desaparecidos éstos, el nuevo cronista sólo puede operar con fragmentos (proceder a una reconstrucción) o bien imaginar lo sucedido (de ahí el subterfugio del encuentro con la compañera sentimental de uno de los delincuentes que hemos comentado previamente). En tercer lugar, existe una exigencia comunicativa, puesto que la prioridad es transmitir, dar a conocer lo alejado, lo que es diferente, lo heterogéneo. El problema que se plantea en este punto el autor es propio de la traducción, entendida no sólo desde el prisma lingüístico, sino como fenómeno antropológico, esto es como mediación cultural[26]. Toda mediación conlleva un reparto de posiciones entre dos agentes, así como un código, y en este caso Piglia/Renzi parece situarse más cerca de los lectores que de los personajes, como subraya la repetición de la dicotomía autor/lector[27]. La última exigencia será por consiguiente estética, en la medida en que se pretende trascender la práctica habitual tanto del escritor como del lector. Exigencia estética que corre el riesgo de entrar en conflicto con la exigencia comunicativa, puesto que si esta última tiende a la legibilidad del texto para una interpretación más efectiva por parte del receptor, la anterior buscará precisamente lo contrario: alterar los modos de percepción habituales del lector, sacudir los fundamentos de un determinado régimen de visibilidad (Rancière, 18). Es en ese carácter problemático de la comunidad formada por autor, narrador, personajes y lector (habitada por una tensión permanente entre consenso y disenso), y no en la propia temática de la novela, donde reside la marcada dimensión política de Plata quemada[28].
Tratar de conciliar los dos polos en tensión constituirá el principal desafío de Plata quemada, y también el punto final de nuestra reflexión, puesto que la escritura y la lectura representan sendas etapas de un movimiento de circulación de signos, un proceso de intercambio que, como el resto de los que hemos ido analizando a lo largo del presente estudio, se encuentra sometido a su propia jerarquización[29]. Las cuestiones de perspectiva y el modo de articulación de los valores en la novela se tornan así esenciales para determinar la posición del autor en ese triángulo escaleno completado por los personajes y el lector.
Hemos observado en el epígrafe anterior (concretamente en relación con el tesorero del banco, los propietarios de los comercios cercanos al apartamento y el comisario) cómo los valores de la sociedad que condena a los delincuentes son en sí condenables al estar basados en dudosos principios e intereses. A través de los numerosos cambios de focalización y el empleo del discurso indirecto libre accedemos a las auténticas motivaciones de los personajes, que se esconden bajo su máscara social. De esa multiplicidad resulta una visión relativista que desestabiliza la idea de la jerarquización normativa al tiempo que pone en entredicho la propia existencia de una única verdad factual aplicable a los hechos narrados en la novela. El carácter problemático de la verdad subyace bajo la heterogeneidad de las fuentes informativas que se incorporan al relato (fuentes policiales, crónicas periodísticas, informes médicos, testimonios directos, rumores, etc.) así como de su superposición enunciativa: «–contó el Nene, declaró luego la muchacha–» (76). Si retomamos el esquema de articulación de los valores en el texto narrativo que propone Wolfgang Iser, tal como resume Vincent Jouve (137), cabría hablar a priori en el caso de Plata quemada de un modelo de escalonamiento mediante el cual «le récit propose un éventail de points de vue dépourvu d’orientation centrale. En piégeant le lecteur dans son activité d’interprétation, le texte lui montre que le sens du réel est toujours reconstruit».
Así, a pesar de que el narrador se muestra capaz de transponer la interioridad de los personajes mediante la focalización interna, no ejerce, en el plano discursivo, una función ideológica (Jouve, 93), es decir que no puntúa su relato con argumentos de autoridad o consideraciones explícitas. Resulta significativo en este sentido que sean los delincuentes los únicos que teorizan sobre el sistema social contra el que se rebelan (Grinberg, 418-419) a través de su análisis de la producción del valor ya comentado anteriormente o de sus desafíos a la autoridad: «¿Ustedes cuánto ganan? Se van a hacer matar por monedas…» (Piglia, Plata, 106). El narrador, que no impone su propia perspectiva totalizadora sobre el resto, sí impone sin embargo una determinada organización narrativa a los episodios, ejerciendo una «fonction de régie» (Jouve, 94). Si el hecho de que la mayoría de focalizaciones estén dirigidas a reflejar la interioridad de los parias del sistema ya constituye un gesto de empatía hacia los mismos, la propia estructura del relato los sitúa además en el centro de la trama. Lo importante no será tanto la comprensión de los motivos que han llevado a la comisión del crimen como el reflejo de las circunstancias sociales que rodean a sus autores y de qué modo se enfrentan a ellas: el atraco al furgón se resuelve rápidamente en los primeros capítulos y el resto del relato actúa como una crítica de la violencia sistémica, que, como hemos visto en epígrafes anteriores, es física y simbólica.
Plata quemada representa por ello un caso ejemplar de la evolución del género policial desde la novela de enigma o whodunit hacia la novela negra o hard boiled, así como de su apropiación con fines críticos por parte de la literatura latinoamericana en general y argentina en particular. Como señala Sonia Mattalia (163-164) al comentar el papel decisivo que jugó Ricardo Piglia en la difusión de la novela negra norteamericana en Argentina:
El campo literario hace un viraje en el enfoque del crimen y el delito: el modelo de la novela negra norteamericana les provee una línea de composición que los escritores argentinos desde la década de los 70 utilizan como andamiaje para representar la intensidad de la violencia estatal y de la revuelta social. Un híbrido de ficción negra y, a la vez, testimonio de la realidad más inmediata.
Plata quemada rechaza de plano los fundamentos conservadores de la novela de enigma (que culmina con la restauración de la propiedad y del orden burgués) para poner en duda una serie de cuestiones sociales, acaso los pilares simbólicos de toda sociedad. Y lo hace desde la reapropiación local de esquemas provenientes de la literatura extranjera, dando lugar a lo que la crítica ha dado en llamar el «neopolicial latinoamericano» (Noguerol). El propio Piglia (Lectores, 85-86), ferviente lector y editor de novelas policíacas, teoriza sobre el papel estructurante del dinero en la historia del género:
A partir de Hammett, el relato policial se estructura sobre el misterio de la riqueza; o mejor, de la corrupción, de la relación entre dinero y poder. […] la relación con el dinero es lo que marca la diferencia esencial entre el relato de misterio y el thriller. Todo el sistema formal del relato policial se define a partir de eso. […] El dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única razón de estos relatos donde todo se paga. […] En estos relatos el detective no descifra solamente los misterios de la trama, sino que encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales. El crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista desde el crimen.
Este nuevo paradigma genérico toma cuerpo a partir de la configuración trágica de un universo en el que la política y la economía planean sobre el individuo como «un fatum abstracto, impersonal, [que] actúa como la mano de la fatalidad» (Diarios II, 11), que no es otra que aquella mano invisible a la que se refiriera Adam Smith[30].
El narrador ejerce igualmente una función modalizadora (Jouve, 105) sobre los puntos de vista de sus personajes, especialmente observable en el procedimiento mediante el que convierte a Renzi sucesivamente en objeto y sujeto de la percepción. El joven reportero, cuyas preguntas hacen perder la paciencia al comisario Silva (Piglia, Plata, 60), a quien percibe como un torturador despreciable, se ve sometido a su vez a la mirada del representante de la ley: «El chico era un pibe de pelo crespo, con la credencial del diario donde se leía Emilio Renzi o Rienzi bien visible en la solapa de la chaqueta de corderoy». Este trasunto juvenil de Piglia sufre al mismo tiempo la ironía del narrador y la de Silva, en un diálogo que pone en primer plano el carácter asocial del investigador/cronista (desde este punto de vista comparable a los delincuentes en su relación con la comunidad), así como las dificultades de dar a conocer la verdad debido al monopolio estatal ejercido sobre el discurso:
–No, hijos no tengo, vivo solo, en el Hotel Almagro, en Medrano y Rivadavia. –Buscó los documentos en el bolsillo de la chaqueta como si el cana lo estuviera por detener. Por ahí se había pasado de rosca, seguro el tipo ya lo había calado en la conferencia de prensa en Buenos Aires–. Soy estudiante y me gano la vida como periodista, como usted se la gana como oficial de policía, y si hago preguntas es porque quiero escribir una crónica veraz de lo que está pasando.
Silva lo miró, divertido, como si el chico fuera una especie de payaso ridículo o un tarado.
–¿Una crónica? ¿Veraz? No creo que tengas bolas. (135)[31]
La voz del alter ego del autor no tiene por tanto privilegio alguno en la novela, al tratarse únicamente de una más entre las muchas que componen el relato. Un concierto de voces en ocasiones indescifrable, como escenifica la confusión que escupen los micrófonos instalados por la policía en el apartamento durante el asalto (124). Esta escena resulta especialmente significativa como ilustración de la vocación crítica de la retórica realista puesta en marcha por Ricardo Piglia: aunque la transcripción de lo que emiten los micrófonos in situ, sin mediación explicativa por parte del narrador, constituye aparentemente un efecto de potenciación de la mimesis, lo que se está exhibiendo no es sino el desorden constitutivo de la comunicación cotidiana. Así, el fundamento de aquello que damos en llamar realidad no es otro que la discontinuidad de los fenómenos a la que nosotros damos un orden, una jerarquización. No se trata por tanto aquí de un simple procedimiento de realismo mimético que busque reproducir un referente externo al relato, sino de una puesta en escena de la naturaleza inestable de dicha exterioridad, que al fin y al cabo responde a las mismas leyes y se encuentra sometida a las mismas limitaciones que la ficción. Si bien es cierto que el narrador busca mantener una posición equidistante y distanciada, está muy lejos de esa presencia invisible (que llega a ser ausencia) que Piglia destaca con admiración en sus lecciones sobre la obra de Manuel Puig y Rodolfo Walsh, recogidas en Las tres vanguardias. En cualquier caso, como veremos enseguida, esa presencia discreta de la voz narrativa contrasta fuertemente con la irrupción violenta de la voz autorial en el epílogo de la novela.
La norma que reina en Plata quemada no es otra que el caos, la entropía, puesta de manifiesto mediante la materialización de la escritura y su intento infructuoso por constituir un orden. La presencia de Renzi como figura del escritor, así como la vivencia del asalto en directo a través de la televisión y la radio por parte de sus propios protagonistas (108-111) contribuyen a diluir todavía más la frontera entre realidad y representación, situando en primer plano la opacidad del medio. De hecho, ya antes del asedio los delincuentes se ven a sí mismos como personajes: «Dorda podía ver las de episodios y traducía siempre la película, como si él estuviera metido en la pantalla, como si lo hubiera vivido todo» (57).
Esa escritura que se exhibe en su propia incapacidad contribuye a desvelar los mecanismos de producción social de la verdad como objeto de un consenso, situando la mediatización escritural de los acontecimientos en el mismo plano que la materialización del signo monetario[32]. Constata Piglia a propósito de Arlt, que «la novela como género problematiza la información, también la distinción verdadero/falso, a la que convierte en tema de la narración (“quién miente” es una de las grandes preguntas de la trama novelística)» (Vanguardias, 24 de septiembre de 1990). ¿Pero es realmente esa materialización de la escritura equiparable al acto que los delincuentes llevan a cabo con el botín? Dicho de otro modo: ¿podríamos considerar que, además de temático, el título de la novela es también remático (Genette, 82-85)?
Como advertíamos al inicio del presente estudio, el carácter pretendidamente referencial que el epílogo de la novela le atribuye al relato modifica retroactivamente nuestra lectura del mismo. El epílogo constituye de este modo un lugar estratégico en el que se establece un contrato de lectura entre el lector y una instancia enunciativa que pone sobre la mesa una serie de directrices para encauzar la interpretación. Este umbral, mediante el cual accedemos al texto, actúa como un espacio a medio camino entre la seducción y la violencia (Del Lungo, 13-14) e implica una orientación de la recepción, una jerarquización del sentido[33]. Jerarquización que nos invita a plantear una diferencia fundamental entre el gesto de la escritura y el holocausto monetario ejecutado por los delincuentes: mientras que, como hemos observado, estos últimos exhiben su rechazo a la lógica del intercambio simbólico, el autor sitúa la exigencia comunicativa (es decir el propio intercambio) en el origen del proyecto escritural. Así, desde el punto de vista programático, la novela no sólo toma como materia prima un acontecimiento externo y anterior al relato (aunque sea para desvelar el carácter ficcional de este último), sino que superpone a los hechos una estructura significante (la lectura en clave de tragedia) que actúa como contrapeso simbólico frente a la imposibilidad de establecer una verdad factual. La configuración holística de la tragedia implica asimismo la existencia de una jerarquización de los valores, de una exterioridad que impone su orden al mundo en el que habitan los personajes y que, por tanto, es susceptible de ser transgredida mediante la hybris. La oposición entre la tragedia y la novela moderna como «epopeya degradada», observada desde el prisma de la relación problemática de los personajes con dicha exterioridad, constituye uno de los pilares de la Teoría de la novela de Georg Lukács. De hecho, la cuestión de la presencia o ausencia del narrador, entendida como postura moral, centra buena parte de las numerosas alusiones a los planteamientos lukacsianos que aparecen en Las tres vanguardias:
Por eso, formalmente los finales de novela son lo más difícil de escribir. Hay que preguntarse qué relación hay entre el héroe y el mundo, y entre el héroe, que se encuentra con un mundo escindido, y el narrador. Hay que preguntarse qué tipo de tensión se establece entre la credulidad del héroe y el cinismo o la ironía del narrador; qué pasa cuando yo miro al héroe de la historia que estoy escribiendo, cuando el que narra mira al héroe y cuenta una historia cuyo final ya conoce. […] El narrador, que está en lo real, mira el movimiento ideal y un poco patético del héroe. Hay una tensión, entonces, entre los dos, una doble conciencia que es muy importante en la estructura porque define el lugar de la ironía. […] Por eso la ausencia del narrador, o su presencia invisible, es un procedimiento narrativo que tiende al collage, pero también es, de hecho, una postura moral, diría yo. (29 de octubre de 1990)
La jerarquización ya había sido ejercida con anterioridad por el narrador heterodiegético al situarse con respecto a los personajes y modalizar su discurso, como hemos apuntado en el caso de Renzi, ubicación que se manifiesta asimismo en la actitud evaluadora de dicho narrador al referir los múltiples discursos que conforman el relato «oficial» mediante el discurso directo, indirecto o indirecto libre. Siguiendo los análisis de la ideología textual desarrollados por Philippe Hamon y sintetizados por Vincent Jouve, entendemos la evaluación como
acte de mise en relation entre une action et une norme extratextuelle. Evaluer c’est, selon lui [Hamon] établir une comparaison entre un procès et un programme-étalon doté d’une valeur stable. […] L’évaluation sera d’autant moins ambiguë –et d’autant plus efficace- qu’elle portera sur des actes ou des comportements dont la codification sociale est connue du lecteur avant qu’il n’ouvre le livre. Philippe Hamon retient quatre domaines qui, exprimant de façon privilégiée la relation de l’homme au monde, sont déjà l’objet d’une évaluation culturelle lorsque le texte s’en empare : le regard, le langage, le travail et l’éthique (Jouve, 19)[34].
Así, por ejemplo, el narrador no se limita a transcribir el sociolecto empleado por una de las fuentes citadas, sino que lo traduce, lo normativiza: «cuando la casa estuvo “completamente cercada” (según las fuentes) se aproximó a la puerta y utilizando el “portero eléctrico” –o intercomunicador– dijo a los ocupantes del departamento 9 que estaban rodeados» (105). La lógica enunciativa de la novela responde por tanto a un esquema centralizador y exógeno que garantiza su legibilidad.
A pesar de haber puesto en duda el carácter monolítico de la verdad, así como la legitimidad de los valores que vertebran la comunidad, la propia estrategia discursiva empleada por el narrador para reflejar la interioridad de los personajes y poner de manifiesto la ambigüedad de sus valores responde a la lógica homogeneizadora del equivalente general. Este fenómeno puede observarse en el episodio en que el narrador recoge, a medio camino entre el discurso indirecto y el discurso indirecto libre, la declaración de la dependienta de una panadería que decide llamar a la policía:
[…] llamó a la policía. Enseguida apagó la luz del negocio y se quedó a mirar. Volvió a experimentar lo que ella misma llamaba la tentación del mal, un impulso que a veces le daba por hacer daño o ver a alguien que le hacía daño a otro y contra esa tentación luchaba desde chica. Por ejemplo, cuando el hombre tuvo el síncope, ella se quedó quieta, mirándolo morir, y siempre pensó que si hubiera reaccionado sin dejarse llevar por la curiosidad […] el hombre […] se podría haber salvado. (84)
En un primer momento, resulta evidente que, al poner de manifiesto la verdadera motivación del acto «cívico» de la mujer, el narrador subraya el carácter problemático de los conceptos de Bien y de Mal que sustentan la condena moral de los delincuentes por parte de la comunidad[35]. Ahora bien, no deja de resultar llamativo que el rasgo que se acentúa en el retrato del personaje de la dependienta (con el finde dejar claro que su comportamiento no es fruto del miedo que siente en ese preciso instante, sino de una curiosidad mórbida que forma parte de su personalidad) no sea otro que la conceptualización ético-moral («la tentación del mal») que a modo de etiqueta simplificadora realiza la propia dependienta a partir de un fenómeno psicológico complejo. Esto es: para que la construcción del personaje resulte sólida (en términos de verosimilitud, coherencia o cohesión textual) se establece una equivalencia iterativa y homogeneizadora de dos o más episodios aislados que nos permite medirlos a partir de un valor compartido. Este rasgo, propio de la configuración textual del realismo formal (Hamon, 131), constituye un mecanismo de potenciación de la lectura referencial claramente observable en el texto pigliano[36].
Pero acaso sea en la insistencia del narrador en transponer la interioridad de los delincuentes (interioridad a la que sólo puede acceder un narrador heterodiegético, puesto que el reportero Renzi no llega a entrar en contacto con ellos antes de que mueran abatidos durante el tiroteo) donde mejor se observe la estrecha imbricación de la lógica del equivalente general en la configuración narrativa de la novela. Ante la voluntad declarada del autor de traducir el universo de los criminales a un código más próximo del lector, cabría preguntarse, junto a Jean-Joseph Goux (Comédie, 77), cómo cristaliza en términos de realismo literario ese realismo moral que el poder del dinero sustenta. Si el realismo moral consiste en «l’affirmation que toutes les valeurs hautes, l’honneur, la beauté, la noblesse, l’amour, et les autres sentiments élevés, etc. ne sont que des illusions, des illusions idéalistes, sans poids réel, par rapport à la seule valeur qui compte, l’argent, ou plus précisément l’or», la omnipotencia del narrador heterodiegético como observador y traductor de las conciencias de todos los individuos que pueblan la diégesis queda justificada por la convertibilidad, el carácter cuantificable de todos los valores[37]. Según los planteamientos lukacsianos de los que parte Piglia, el realismo se fundamenta por tanto en una confrontación de puntos de vista sobre unos determinados acontecimientos, una configuración polifónica que se opone al relato monolítico del poder: «Lukács dice que la novela no es una mímesis, sino una interpretación de la realidad hecha sobre la base del foco de la conciencia del héroe, que a su vez es interpretado por la conciencia del que narra» (Piglia, Vanguardias, 8 de octubre de 1990).
Llegados a este punto, y volviendo a la declaración de intenciones de Ricardo Piglia que situábamos al inicio del presente epígrafe, se hace patente el carácter problemático de la ecuación planteada por el autor, su dificultad para responder de forma simultánea a sus propias exigencias. En efecto, traducir lo diverso («transmitir […] reconstruir e imaginar el mundo personal de personajes completamente distintos al novelista y a los lectores») conlleva someterlo a un foco de conciencia que subraye la diferencia y al mismo tiempo opere con un código común que permita la comunicación inherente a la lectura. Para que el signo circule, para que sea legible, habrá que resolver la heterogeneidad en homogeneidad, establecer una unidad de equivalencia entre los agentes que participan en la transacción, y por tanto transgredir el imperativo de «escribir una novela que vaya mucho más allá de la experiencia habitual de quienes la leen y de quien la escribe». Paradójicamente, al tiempo que tematiza y pone en duda los mecanismos simbólicos que sustentan la idea misma de comunidad, el texto pigliano problematiza la propia escritura como vector de comunicación, esto es, como espacio fundacional de una comunidad por venir. Esta idea de comunidad –y por ende de escritura– basada en el consenso introduce una discordancia evidente entre la poética del autor y el gesto (a)simbólico de los delincuentes, en la medida en que estos últimos (re)materializan el signo fiduciario y terminan por destruirlo, acabando así con la ficción del valor y abandonando la lógica del intercambio simbólico[38].
Como hemos venido observando a lo largo de nuestro estudio, la poética de la ficción desplegada por Piglia se basa en un intento de resolver la tensión entre lo uno y lo diverso, aun a riesgo de inclinar la balanza hacia el primer término de la ecuación y suprimir el segundo. Esfuerzo aporístico que alienta sin embargo la vocación humanística de la literatura, como resumió en su día con elegancia Simone de Beauvoir (79): «la chance de la littérature c’est qu’elle va pouvoir dépasser les autres modes de communicaction et nous permettre de communiquer dans ce qui nous sépare. Elle est […] une manière de dépasser la séparation en l’affirmant»[39]. Superar la separación mediante su afirmación. Dicho de otro modo: atisbar los límites del lenguaje y mantenerse dentro de ellos, utilizando la literatura para fortalecer un terreno ya conquistado en lugar de afrontar las consecuencias desestabilizadoras que pudiera acarrear abandonarlo. Así, si bien desde el punto de vista temático Plata quemada figura con maestría los límites de la representación como fundamento simbólico de la comunidad, la (re)materialización y destrucción de los signos no se reproduce analógicamente a nivel discursivo. Postura esta última que hubiera supuesto, y ahí están los ejemplos no tan lejanos de Philippe Sollers, Pierre Guyotat, Julián Ríos o Juan Goytisolo, sacrificar la legibilidad en aras del disenso, acaso del más puro silencio. En la novela de Piglia, la palabra no arde, como sí sucedía por ejemplo en Drame y Nombres, dos de las apuestas textuales más extremas de Philippe Sollers[40].
La figuración del signo monetario supone, debido al carácter eminentemente simbólico del mismo, un desafío mayúsculo para la propia escritura literaria. Representar la circulación, (re)materialización y destrucción del signo monetario mediante el signo lingüístico, cuyo funcionamiento es igualmente simbólico, conllevará la desactivación, o cuando menos un necesario replanteamiento de este último. La confrontación de ambos sistemas simbólicos se traduce en el texto pigliano en una puesta a prueba recíproca, cuyo alcance hemos tratado de cercar mediante una aproximación semiológica a la economía monetaria y, a su vez, mediante la concepción de la escritura como economía del signo. Al englobar la hermenéutica literaria dentro de una teoría general del intercambio simbólico, no sólo hemos podido leer la profunda imbricación de ambos discursos en los distintos niveles del texto, sino que hemos explorado la tensión entre la lógica de la escritura y la de la economía monetaria tematizada en la novela. Tensión que no es, ni mucho menos, exclusiva de la obra de Ricardo Piglia, sino que forma parte de las propias limitaciones de la estética realista. Desde esta óptica, y si atendemos al rechazo de la experimentación y a la apuesta por los nuevos realismos que puede observarse en el neopolicial de la generación del postboom (Noguerol), no puede resultar más pertinente la analogía económica a la que recurre Damián Tabarovsky (64) para criticar la querencia referencial de una literatura argentina que «se volvió literatura de la convertibilidad: una palabra igual a un sentido»[41]. Referencialidad cómplice, siempre según Tabarovsky, en la medida en que dicha literatura opera con la convencionalidad del lenguaje sin ponerla en duda, buscando el consenso en la recepción y, por consiguiente, reproduciendo la lógica del sistema que la alberga y al que, en ocasiones, busca criticar.
Esta disyuntiva entre comunicabilidad y ruptura, entre consenso y disenso, no pasa en absoluto desapercibida para Ricardo Piglia, que aborda la cuestión de forma recurrente en sus reflexiones sobre la vanguardia. Para el autor de Plata quemada, detrás del concepto de vanguardia subyace siempre una toma de posición, no sólo frente a la tradición literaria que se lee desde un determinado prisma o al campo literario contemporáneo, sino a la sociedad en su conjunto. Es más, el gesto vanguardista encierra en sí mismo una idea de lo que es la sociedad, así como del lugar y la función que se le atribuye al arte con respecto a ella: actuar sobre ella o bien erigirse en contrasociedad , territorio autónomo gobernado por sus propias reglas[42]. Desde esta problematización del binomio arte-sociedad se observa con claridad que las conclusiones de Tabarovsky encuentran su origen en una interpretación de la «literatura de izquierda» que deriva a su vez de una concepción esencialmente formalista del concepto de literariedad, entendida como una función poética específica del lenguaje literario que propicia su «distancia y diferencia respecto a cualquier uso común o normalizado» (Piglia, Vanguardias, 10 de septiembre de 1990) [43]. Dicha postura responde, según el planteamiento pigliano, a la de la vanguardia clásica, que se define por la «ruptura que el artista hace con el conjunto de la sociedad» (Vanguardias, 19 de noviembre de 1990). Como hemos venido observando a lo largo de nuestro análisis de Plata quemada, la estrategia narrativa del autor se aleja de ese gesto simbólico antisocial que supone la quema del dinero por parte de los delincuentes. Si bien la novela socava algunos de los principios retóricos del realismo formal, lo hace sin renunciar a la legibilidad de la representación, dando así lugar a un nuevo realismo que se exhibe a sí mismo como constructo discursivo. Un realismo, en suma, que se apropia de los modos de representación hegemónicos para cuestionar su legitimidad, en la estela de ese gran modelo que, junto a Roberto Arlt, fue Rodolfo Walsh:
Puse el ejemplo de los relatos de denuncia y no ficción de Walsh, en contra de la idea de tomar una forma ya hecha como la novela y cambiarla de contenido. Es la forma, la ficción, la que debe ser reformulada: tiene su propio sistema de recepción mediado, debemos buscar una prosa inmediata y urgente, que dispute con la circulación interminable de noticias en la radio y la televisión, inventar la noticia, como dice Walsh. (Diarios II, 229)
La escritura traslucida de Piglia resuelve de este modo la tensión entre transparencia y opacidad, asumiendo su potencial eficacia política como mecanismo de desactivación del instrumento privilegiado del que dispone el poder para reforzar el control social: la ficción.
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[1] Véanse, por ejemplo, el libro de ensayos y entrevistas Crítica y ficción, los artículos «Roberto Arlt, una crítica de la economía literaria» o «Teoría del complot», el relato «Nombre falso» o incluso los numerosos segmentos reflexivos al respecto insertos en Respiración Artificial (ver bibliografía).
[2] Retomamos aquí la idea, desarrollada por José María Pozuelo Yvancos (96) de una cultura literaria hispánica de carácter transnacional, entendida no como «una erradicación simplista de las diferencias para la administración de cánones, […] una suerte de globalización trascendental a ellas», sino como «espacio de complejidad hermenéutica donde las diferencias son no sólo reconocidas y comprendidas sino asimismo intercambiadas y discutidas. Un hispanismo plural, por tanto, crítico y consciente de su responsabilidad histórica: la de llevar la literatura escrita en español más allá de sí misma».
[3] Entre las fechas de redacción y de publicación del presente artículo han llegado a las librerías el segundo y tercer tomo de la trilogía diarística de Ricardo Piglia. Sin embargo, hemos optado por privilegiar las referencias al primer tomo, puesto que recoge la mayor parte de las anotaciones relacionadas con la concepción inicial del proyecto que se convertiría tres décadas más tarde en Plata quemada. El segundo volumen refleja, mediante entradas más breves que en muchos casos no son sino repeticiones de consideraciones anteriores, el progresivo desencanto que fue experimentando el autor con respecto a la novela en construcción, que acabaría abandonando para embarcarse en otros proyectos literarios. No obstante, sí hemos considerado de interés para nuestro estudio los apuntes relacionados con los artículos sobre la obra de Roberto Arlt (ver bibliografía) y la nouvelle «Nombre falso. Homenaje a Roberlo Arlt» que figuran en el segundo volumen de los diarios.
[4] Se trata del documental Macedonio Fernández (ver bibliografía), en el que Ricardo Piglia hace las veces de guionista y actor.
[5] También en lo referente a la fecha de abandono del proyecto inicial existen interferencias entre el epílogo de Plata quemada y el diario. En el epílogo, Piglia señala lo siguiente: «Abandoné el proyecto en 1970 y mandé los borradores y los materiales a la casa de mi hermano. Hace tiempo, en medio de una mudanza, encontré la caja de los manuscritos y los documentos en los que estaban los resultados principales de la investigación y la primera redacción del libro» (Plata, 171). En cambio, aparecen a lo largo del periodo recogido en el segundo tomo de los diarios numerosas entradas que ponen de manifiesto el creciente malestar que produce en el autor la novela en proyecto, hasta el punto de llegar a afirmar en abril de 1972 que «nada de lo escrito en estos cinco años sirve, recién leo con una indiferencia mortífera los borradores de la novela. […] He reunido la historia para que sobreviva a una novela que dejaré caer por la ventana (si me animo)» (Diarios II, 296). El abandono no se producirá de forma efectiva, siempre según los diarios, hasta mediados de 1973: «Ayer pasé el día sepultando viejos manuscritos en dos cajas (la novela de a banda de maleantes argentinos en Montevideo, los diarios, los viejos cuentos) que enviaré a la casa de mi primo Roberto en Mar del Plata» (Diarios II, 347).
[6] Además de esta ausencia significativa, la recurrente presencia en la obra pigliana (véanse, sin ir más lejos, «Nombre falso», «El fin del viaje» o «La loca y el relato del crimen») de encuentros con desconocidos que actúan como desencadenantes del relato nos invita a leer el episodio mencionado como un nuevo avatar de dicho esquema, similar al procedimiento de «desplazamiento y de distancia, […] toma de distancia respecto de la palabra propia» que el propio Piglia (Vanguardias, 5 de noviembre de 1990) detecta en la obra de Rodolfo Walsh. Dicho esto, podríamos repetir con respecto al autor la reflexión desencantada del narrador de «El Laucha Benítez cantaba boleros»: «De salida yo había sospechado que algo no andaba en la historia que contaban los diarios, pero si tuve alguna esperanza de que él mismo descifrara los hechos, se me borró no bien lo vi llegar» (Piglia, Nombre, 45). Piglia/Renzi detalla en una entrada del 12 de diciembre de 1967 las fuentes consultadas para la elaboración del primer esbozo de la novela (Diarios I, 332-333).
[7] Recordemos que Ricardo Piglia tuvo que enfrentarse a una demanda por parte de Blanca Rosa Galeano, la «concubina» en cuestión, que obligó al autor a reconocer que Plata quemada era una obra de ficción. El episodio y sus consecuencias aparecen detallados en el ensayo titulado «Aira y Piglia», del filósofo argentino Tomás Abraham, incluido en Fricciones (Buenos Aires, Sudamericana, 2004).
[8] Grinberg Pla utiliza dicho término para referirse al «constante vacilar entre dicción y ficción» que convierte a este tipo de novelas en «amalgamas entre la crónica periodística y el género policial que, precisamente debido a su fricción entre los modos de decir la realidad del registro documental o testimonial por un lado, y de la ficción literaria por el otro, provocan a su vez fricciones en el horizonte interpretativo de los lectores» (417).
[9] Se trata del ya citado «Roberto Arlt, una crítica de la economía literaria» y, sobre todo, de «Roberto Arlt: La ficción del dinero» (ver bibliografía).
[10] Una respuesta en clave de sociología literaria puede inferirse de los textos de Link (152-153) y Laera (263-276), en los que aparece perfectamente detallada la polémica suscitada por la novela con ocasión de su lanzamiento, impulsado por la concesión de la versión argentina del Premio Planeta.
[11] Sirvan como ejemplo dos anotaciones en su diario del año 1968. La primera, del 5 de marzo: «Aquí me reunía cada tanto con José Sazbón para leer el capítulo sobre el fetichismo en El capital de Marx» (Diarios II, 23). La segunda, del 7 de noviembre: «Recuerdo la hipótesis de Valéry, hay que narrar la historia de una idea y no de una pasión, y pienso que si el Discurso del método es la primera novela moderna, entonces el capítulo sobre fetichismo de la mercancía en El capital de Marx es el Ulysses de nuestro tiempo» (Diarios II, 92).
[12] Como lo es a fin de cuentas toda teoría monetaria, según Marc Shell (67): «A signet ring is put to a new use when it mints coins. The growing consciousness of this new use was the beginning of that semiology, or science of signs, that is monetary theory».
[13] Sobre la relación etimológica entre moneda fiduciaria y ficción, véase Goux (Monnayeurs, 66).
[14] Al haber analizado anteriormente el uso de la voz «plata», no retomaremos aquí el detalle de la operación simbólica que hace que aún hoy se emplee una unidad de masa como medida del valor del papel moneda e incluso del dinero completamente desmaterializado.
[15] Superposición equivalente a la que, según Roland Barthes (200), fundamenta la constitución de los mitos como sistemas semiológicos. Véase igualmente desde esta óptica la doble simbolización del oro y la plata en el comentario de Jean-Joseph Goux citado más arriba.
[16] Interpretación que será retomada en el epílogo de la novela por el propio Piglia, de quien Renzi es el conocido trasunto.
[17] «Marx parle de la monnaie instrument des échanges comme d’une “monnaie symbolique”. En effet, si nous considérons un état hypothétique de reproduction à l’identique de la division du travail, c’est-à-dire en l’absence de révolutions bouleversant les conditions sociales de production, alors la circularité des échanges impose la destruction des signes monétaires au cours de formation et de dépense du revenu. Le clearing des moyens de paiement se réalisant parfaitement, une simple inscription sur un livre de comptes aurait suffi. Il y a ainsi procès de dématérialisation de la monnaie»(Aglietta y Orléan, 111).
[18] Se trata, en definitiva, de un sistema de doble simbolización que no debe reducirse a una secuencia cronológica. Dicha concepción lineal constituye un síntoma de la fetichización del signo monetario, propia de los sistemas económicos modernos. Desde este prisma, la carga afectiva supondría un proceso de simbolización que vendría a añadirse a la moneda, sistema de simbolización del valor ya existente. De ahí que, como señala Marcel Mauss (178-179), muchos autores sólo apliquen el concepto de moneda propiamente dicho a los sistemas de intercambio modernos, basados en la objetivación del valor. No obstante, en línea con las consideraciones de Marx en el primer libro de El Capital y de los comentarios del propio Mauss sobre el sistema de intercambio en las sociedades primitivas, convendría no perder de vista la naturaleza histórica de la moneda como configuración estructural. Así, recuerda el antropólogo francés, la moneda primitiva reviste un carácter subjetivo o moral que la creación de los sistemas modernos de intercambio en torno a una autoridad reguladora del valor busca objetivar. El significado social del dinero vigente aún en las economías contemporáneas no responde tanto a un resurgimiento pendular de la lógica primitiva del intercambio como a la propia naturaleza de la moneda como sistema sujeto a una doble simbolización (primaria y secundaria, o si se prefiere objetiva y subjetiva).
[19] El propio Saussure recurre en su Cours de linguistique générale a esta analogía.
[20] Debe por tanto considerarse el sintagma «ficción del dinero» desde la ambivalencia de la preposición como genitivo objetivo y subjetivo.
[21] En Respiración artificial, el propio Piglia (55) pone en boca del senador una exposición similar de la lógica del equivalente general: «No es cierto, entonces, que el dinero corrompa; son la corrupción y la muerte las que han producido el dinero y lo han erigido en el rey de los hombres. Su carácter arbitrario, ficticio, el hecho de ser el signo abstracto que asegura la posesión de cualquier objeto que uno pueda desear, esa lógica universal de los equivalentes que en el dinero se encarna, es lo que ha obligado a la razón a adaptarse a un esfuerzo de abstracción que está en el origen mismo de la capacidad de razonar, en el origen mismo del “logos”, dijo el senador».
[22] Cuestión formulada en otros términos, aunque siempre desde el prisma de la comunicación y la economía, por el filósofo Jesús de Garay (12): «¿por qué el mercado ha adquirido tal protagonismo entre las diversas formas de comunicación? ¿No será que la comunicación del mercado expresa y alienta los ideales modernos mejor que cualquier otra forma de comunicación?».
[23] Goux desarrolla su teoría del equivalente general y del intercambio en «Numismatiques», texto que surge de dos conferencias pronunciadas en septiembre de 1968 y que resulta esencial para entender los acontecimientos que tuvieron lugar unos meses antes en Francia y otros países.
[24] Sobre las relaciones del signo monetario con el tiempo, véase, además del mencionado texto de Georg Simmel, el ya clásico ensayo de Jacques Derrida: Donner le temps. I: La fausse monnaie, París, Galilée, 1991. Se observará asimismo en nuestro planteamiento de la temporalidad del signo monetario un paralelismo entre ésta y el concepto derridiano de différance (síntesis de lo diferente y lo diferido), así como con la concepción blanchotiana de la escritura en su vinculación con la muerte.
[25] Perfecta ilustración de la tensión entre hedonismo o autosatisfacción, por un lado, y contención o postergación, por otro, que fundamenta la dinámica contradictoria del capitalismo según la clásica aportación de Daniel Bell (ver bibliografía).
[26] Al respecto, afirma el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro (4): «anthropology’s defining problem consists less in determining which social relations constitute its object, and much more in asking what its object constitutes as a social relation –what a social relation is in the terms of its object, or better still, in the terms that emerge from the relation (a social relation, naturally) between the «anthropologist» and the «native». […] direct comparability does not necessarily signify immediate translability, just as ontological continuity does not imply epistemological transparency».
[27] De hecho, el antropólogo Oscar Lewis aparece citado en los diarios como modelo para la escritura de lo que acabaría siendo Plata quemada: «Lo que va de De Quincey a Capote es lo que va de mi novela a las grabaciones verdaderas de Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis. Frente a la non fiction, frente a la novela-reportaje, la que imagino sería una novela «disfrazada» de ficción verdadera» (Piglia, Diarios I, 283). Véase igualmente la entrada correspondiente al 12 de diciembre de 1967 (332-333).
[28] Como indica el autor en una de las clases del seminario impartido en 1990 en la Universidad de Buenos Aires, que posteriormente fueron recogidas en el volumen titulado Las tres vanguardias. Saer, Puig, Walsh: «una estrategia formal responde siempre a la pregunta sobre el lugar de la literatura, la colocación del escritor en el proceso productivo» (Vanguardias, 1 de octubre de 1990).
[29] Como apunta Jean-Joseph Goux (Monnayeurs, 112): «Il y a donc une homologie complète entre le monocentrement échangiste produit par l’équivalent général circulant et la perspective monocentrée. Dans les deux cas le sujet individuel devient le lieu possible d’une mesure universelle. Ainsi se trouve explicable structuralement la solidarité historique maintes fois constatée entre un certain type de société marchande et l’apparition de la perspective monocentrée à l’époque de la Renaissance».
[30] La relación entre tragedia y policial, que queda patente en el epílogo de Plata quemada, forma parte de las inquietudes narrativas de Piglia desde el inicio del proyecto de escritura, como se observa en esta anotación de septiembre de 1971: «“El dinero convierte en destino la vida de los hombres”, Karl Marx. Esta frase define bien el pathos de la novela policial» (Diarios II, 270).
[31] El subrayado es nuestro.
[32] No en vano, tal como refiere Jean-Joseph Goux (Monnayeurs, 105), recurre Hegel en el prefacio de su Fenomenología del espíritu a la imagen de la acuñación de moneda para referirse a la construcción de la verdad: «La vérité n’est pas comme une monnaie frappée qui, telle quelle, est prête à être dépensée et encaissée».
[33]Retomando el título del estudio de Michel Aglietta y André Orléan, podríamos establecer un paralelismo entre las instancias que subyacen al funcionamiento de la moneda como estructura y las que participan en ese pacto de lectura que se instaura en el umbral del texto. Cabría así interpretar el epílogo de la novela como un espacio a medio camino entre la violencia y la confianza.
[34] Nótese la más que evidente analogía monetaria con la lógica del equivalente general y el sistema del patrón oro.
[35]Dicho de otro modo: pone en duda la fundamentación idealista de un sistema social basado en la oposición binaria y jerárquica entre valores auténticos y valores degradados. Esquema que, según Georg Lukács (65-66), «oppose littérairement à la réalité infâme l’existence d’un autre type de réalité, d’un type meilleur. […] Et Hegel voyait déjà très clairement […] que la voix de l’évolution historique du monde s’exprimait dans ce qui est négatif, mauvais et pervers et non dans cette représentation isolée du bien. La conscience perverse voit selon Hegel l’ensemble du rapport entre les choses, ou du moins l’aspect contradictoire de ce rapport, tandis que le bien illusoire doit s’accrocher à des faits isolés et choisis».
[36] Entendemos aquí la lectura referencial, tal como la define Jean Ricardou (42-43), en oposición a una lectura literal del texto narrativo. Según el teórico y escritor francés recientemente fallecido, este tipo de lectura hace abstracción del significante, limitándose a la construcción del significado, y por tanto «suscite une illusion par l’effacement de ce qui est matériel dans l’écrit: la littéralité».
[37] De ahí que Goux (Comédie, 92) subraye las siguientes observaciones del usurero balzaquiano Gobseck sobre el género humano: «Gobseck se réclame d’une conception qui proclame l’omnipotence et l’omniscience de l’argent, c’est-à-dire, pour lui, de l’or, “la seule chose matérielle dont la valeur soit assez certaine pour qu’un homme s’en occupe” […] C’est depuis ce point de vue privilégié, omniscient, sur les êtres (point de vue que confère le principe structurant de l’équivalent général) qu’il peut les voir comme Dieu les voit, dans leur intime et nue réalité morale et psychologique. “Mon regard, dit Gobseck, est comme celui de Dieu, je vois dans les cœurs. Rien ne m’est caché”».
[38] Recuperamos aquí el concepto de asymbolie empleado por Roland Barthes (Critique, 40) por sus resonancias al binomio lectura literal/lectura referencial planteado por Jean Ricardou. (42-43).
[39] Como amplificación contemporánea de esta sentencia podrían leerse los trabajos de Martha Nussbaum (en concreto Poetic Justice. The Literary Imagination and Public Life), que plantean la eficacia ético-política de la ficción literaria como contrapeso al discurso deshumanizador del pensamiento utilitarista y sus consecuencias económicas. Sin embargo, el discurso humanista de la filósofa estadounidense carece a nuestro juicio de una perspectiva literaria lo suficientemente amplia como para extender al conjunto de la Literatura las propiedades emancipadoras que le atribuye. En efecto, Martha Nussbaum reduce el hecho literario a una de sus manifestaciones estéticas, la del realismo formal decimonónico, cuyas contradicciones a la hora de trascender la lógica cuantitativa y homogeneizadora del equivalente general hemos subrayado.
[40] El propio escritor francés describe los procesos de consumo, combustión y desaparición que vertebran su escritura: «Le texte est engagé rapidement dans un processus de dépense. Il brûle à tous les niveaux, il n’apparaît que pour s’effacer et réciter cette apparition qui s’efface. Il est donc le contraire d’une structure pleine, close, achevée, figée» (Sollers, 75).
[41] El rechazo de la experimentación y la vuelta a la referencialidad tiene su correlato en la evolución de la teoría literaria argentina entre los años cincuenta y setenta, como se desprende del lúcido artículo de Max Hidalgo Nácher (127): «Las relaciones entre legibilidad e ilegibilidad volvían a estabilizarse y la relación de la literatura con lo social –más que con lo político– volvía a irrumpir, esta vez de otro modo».
[42] En torno a estos planteamientos, Piglia elabora en Las tres vanguardias una cartografía de la literatura argentina posterior al boom, personificando en las figuras de Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh otras tantas variantes posibles de la ecuación arte-sociedad que fundamenta su propio concepto de vanguardia.
[43] Damián Tabarovsky basa su concepto de literatura de izquierda en la lectura de algunos textos fundamentales del pensamiento estructuralista y postestructuralista francés (Barthes, Blanchot, Derrida), en los que la relación lenguaje-autoridad-comunidad ocupa un lugar central. Así, retoma de Barthes la idea de que «cuando lo la literatura no se sustrae a la hegemonía del lenguaje, cuando no lo enfrenta, no lo trampea, entonces no es más que mera reproducción lingüística del poder» (Tabarovsky, 23). Esa literatura que desarticula la convención del lenguaje y por tanto suspende la comunicación y el sentido, no puede instituir otra comunidad que no sea imaginaria, negativa.
ISSN 1913-536X ÉPISTÉMOCRITIQUE (SubStance Inc.) VOL. XVI
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