Introducción – Cruzar la frontera: literatura y ciencia

 

 

El presente número 16 de la revista Épistemocritique surgió con el propósito de dar mayor visibilidad a las diversas líneas de investigación que, a lo largo de estos últimos años, han venido dedicándose en España a «la literatura y los saberes». Expresión de un interés creciente por estas cuestiones, tanto del lado de las ciencias como de las humanidades, Pasos hacia una epistemocrítica hispánica es una obra colectiva realizada en el seno del Proyecto de Investigación ILICIA. Inscripciones Literarias de la Ciencia. Lenguaje, ciencia y epistemología. FFI2014-53165-P del Ministerio de Economía y Competitividad de España.

 

La luz deslumbrante del día entra por el ventanal y se derrama sobre la mesa del laboratorio en la que abundan frascos, matraces y pipetas. Acodado en un extremo, sentado en un taburete, un hombre de unos veinticinco años –traje impecable y pajarita, pelo engominado hacia atrás– mira concentrado por un microscopio. Sobre el alfeizar se ve otro de estos instrumentos, apartado de momento. Puede que el joven esté descubriendo por primera vez toda la belleza que una muestra de tejido o de órgano puede esconder en su interior, pues no es ningún científico, ni siquiera un ayudante de laboratorio. Le delata la ausencia de bata. Es poeta, y uno de los que habrá de ser más universales de las letras hispánicas, es Federico García Lorca fotografiado en el laboratorio de histología de Pío del Río Hortega de la Residencia de Estudiantes de Madrid donde había ingresado en 1919.

 

Es ésta una imagen emblemática de un fértil encuentro entre las ciencias y las artes que como tantas otras veces en la historia de España no tardó en ser abortado. Desde su fundación en 1910, la residencia madrileña se había convertido en el principal centro cultural de la península ibérica y, tal como resalta Esteban García-Albea, en «una de las instituciones más vivas y fecundas de creación e intercambio científico de la Europa de entreguerras», que albergaba el propósito «de complementar la enseñanza universitaria a través del diálogo permanente entre las ciencias y las artes, y ser centro de recepción de las vanguardias internacionales» (114). Tan era así que por sus foros de debate pasaron insignes figuras como Albert Einstein y Paul Valéry, Marie Curie e Ígor Stravinsky, John Maynard Keynes y Le Corbusier. Y algunos de los estudiantes que siguieron estas charlas habían de volverse con los años tan ilustres como ellos: Luis Buñuel, Salvador Dalí, Federico García Lorca.

 

Este espíritu dialogante entre las dos orillas del conocimiento dio sin duda sus frutos. En la obra de Lorca no faltan las alusiones a la ciencia: ya en sus Suites, compuestas entre 1920 y 1923, concretamente en poemas como «La selva de los relojes» o en «Meditación primera y última», alude a la teoría de la relatividad de Einstein, del mismo modo que en «Newton», siguiendo la estela de Wordsworth, pero con un tono más desenfadado, incluso satírico, relata el descubrimiento de la gravitación universal merced a la última manzana «que colgaba del árbol de la Ciencia», «bólido de verdades» que al caer golpea al gran físico en la nariz (202-203). Y es que, aunque el poeta granadino no discutía la validez de la ciencia, sí abominaba de su moderno y deshumanizado imperio, del dominio que ejercía una razón matemática convertida en nuevo dogma de fe. Por ello, unos años más tarde, en Poeta en Nueva York (1929-1930), y concretamente en «La Aurora», condenaría un mundo en el que «La luz es sepultada por cadenas y ruidos / en impúdico reto de ciencia sin raíces» (488). Ratio y vida, raíces cuadradas y raíces vegetales: el viejo árbol de la ciencia tenía que recobrar sus raíces vivas para dejar de secarse bajo el peso de las largas cadenas de razones cartesianas. Sólo entonces, como había escrito Lorca en otro lugar de su poemario, al aguardar «bajo la sombra vegetal» del Rey de Harlem, podrían ponerse «parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas» (473-474).

 

En 1911, Pío Baroja había trazado ya un retrato pesimista que sería por muchos años el paradigma del fracaso de la ciencia y de la cultura españolas a finales del siglo XIX. En El árbol de la ciencia, su protagonista Andrés Hurtado buscaba en vano la fórmula de la vida y, después de comprender que no encontraría la expresión matemática de las funciones vitales, aspiraba a trabajar en un laboratorio de Fisiología, algo que no era posible, como le hacía saber su tío, porque en España algo así no existía (122). Felizmente, cuando Pío Baroja publicó su novela la situación de las ciencias experimentales había mejorado algo. Tras el desastre del 98 la ciencia se había convertido en una propuesta reformista de la sociedad española: con el impulso del premio Nobel de Medicina de Ramón y Cajal en 1906 y al amparo de instituciones como la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, durante los primeros decenios del siglo XX los hombres de ciencia pudieron disfrutar de laboratorios donde realizar sus experimentos. Pero la sublevación militar de 1936 dio al traste con este incipiente progreso, con esta «cajalización» de la ciencia española: Pío del Río Hortega, entre muchos otros, tuvo que cerrar el laboratorio de la Residencia de Estudiantes y trasladar sus pruebas primero a la zona republicana de Valencia y luego a Oxford. El joven poeta que había mirado con tanta curiosidad por su microscopio fue asesinado por el régimen franquista ese mismo año. Exilio y muerte. Las ciencias y las letras se unían en la desgracia y una vez más eran frenadas en su evolución.

 

Cuando se observa con suficiente detenimiento la evolución de la ciencia española se comprende que una de sus principales señas de identidad es la discontinuidad. Así lo asevera López-Ocón Cabrera en su imprescindible Breve historia de la ciencia española; para este estudioso la actividad científica de los cinco últimos siglos podría parecerse al «tejer y destejer de Penélope a la espera del retorno de su amado Ulises» o mejor todavía a las aguas del Guadiana que fluyen libremente y «luego se ocultan subterráneamente y vuelven a emerger impetuosas en su recorrido final», pues en estas tierras españolas la ciencia ha sido variable, «oscilando entre su carácter secreto y público, entre su irrelevancia y su impacto social, entre su posición marginal o sus éxitos en la ciencia-mundo, es decir en el sistema mundial de producción y distribución de conocimientos científicos» (12). Esta «guadianización» de la ciencia española entronca con la lamentable y dramática tendencia, debida a factores históricos, sociales y económicos, a ir a contracorriente de los movimientos de modernización de los demás países. El caso más significativo y contrastado a este respecto es sin duda la inexistencia en España de la revolución científica que se produjo en el resto de Europa a lo largo del siglo XVII, un fenómeno propiciado en gran medida por el decaimiento del cultivo de las ciencias coincidiendo con la decadencia manifiesta de la monarquía española durante ese periodo (24). La Dictadura franquista a la que dio paso la Guerra Civil es otro de esos patéticos puntos muertos, pues en sus aparentes calmadas aguas el Régimen ahogó toda esperanza de modernización y, con el exilio de los científicos republicanos y el desmantelamiento del sistema investigador, hizo retroceder varios decenios la ciencia española.

 

Vuelta al comienzo, como si el tiempo estuviera atrapado en un eterno retorno. A simple vista podría parecer que se trata de la misma escena, pero hace tiempo que Lorca murió, y además todo está bañado por una luz mucha más sombría. Un hombre joven mira también por un microscopio, concentrado sin duda, pero con evidente enojo. No es ningún poeta, es un médico, un investigador que pretende quijotescamente estudiar en un laboratorio español de finales de los años cuarenta los mecanismos de transmisión del cáncer inguinal. Es el protagonista de una de las más grandes e influyentes novelas de la historia de la literatura española, y a la vez más desconocida fuera de nuestras fronteras, es el Dr. Pedro Martín de Tiempo de silencio. Su irritación inicial, justo al comienzo de la novela, no es sólo consecuencia de la insistencia del timbre del teléfono y del apagón de la bombilla que le impide seguir mirando por el binocular; lo que detiene en seco su trabajo es la noticia que le da el mozo de laboratorio, Amador, fiel escudero que le acompañará en sus andanzas, de que los ratones de Illinois con los que estaba experimentando se han terminado. A sus pensamientos acude entonces la figura de Ramón y Cajal, imagen icónica del santo patrón de la ciencia española, pero también, como le llegaron a llamar, «Quijote de la ciencia»:

 

¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba, frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica –comprende– la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca espera que fructifiquen los cerebros y los ríos? Las mitosis anormales, coaguladas en su cristalito, inmóviles –ellas que son el sumo movimiento–. Amador, inmóvil primero, reponiendo el teléfono, sonriendo, mirándome a mí, diciendo: «¡Se acabó!». (7)

 

La novela de Luis Martín-Santos, publicada en 1962, es una tragedia que afecta tanto a su protagonista como a la ciudad y a la nación a las que pertenece, y como tal se desarrolla con precisión matemática, derivando todo fatalmente de su comienzo, de este déficit de ratones que obligarán al nuevo caballero de la ciencia y a su mozo de laboratorio a ir a buscarlos a un barrio de chabolas alejado de su ambiente habitual. Todo por carecer de crédito, por no tener los medios con los que investigar, obligado incluso a observar por un binocular, «a falta de electrónico» (9). De entrada, Tiempo de silencio se presenta como una crítica acerba del estado lamentable de la ciencia, de la cultura y de la sociedad españolas de aquella época, pero es mucho más que eso. Ya podía leerse una reprobación similar en El árbol de la ciencia, novela a la que Martín-Santos debe en buena parte la atmósfera general de su narración, como si hubiese querido significar que poco había cambiado la situación en cincuenta años. Ahora bien, mientras que Baroja hablaba sobre ciencia en largas conversaciones vertidas en un lenguaje bastante convencional, Martín-Santos deja que la lengua se impregne del discurso científico e inventa un estilo único en su variedad que busca inmunizarnos contra el lenguaje trivial dominante, a imagen y semejanza de los mecanismos que su personaje tratará en vano de descubrir con su microscopio.

 

Desde su publicación, la singularidad del lenguaje de Tiempo de silencio causó sorpresa y perplejidad al surgir en medio de un paisaje literario plomizo y uniforme. Durante años la crítica ha destacado la naturaleza barroca y abigarrada de su estilo e incluso su inadecuación, atribuida en el mejor de los casos a una visión irónica, con el mísero ambiente que Luis Martín-Santos mostraba en sus páginas. En realidad, pocas novelas como ésta han logrado con tanto acierto ajustar y aclimatar el lenguaje a su objeto. Tiempo de silencio es una novela sobre las peripecias de un investigador en la época de la primera década de la Dictadura, sobre un médico que pretende averiguar en su deficitario laboratorio si el cáncer se transmite genéticamente o si puede hacerlo por contagio mediante algún virus. Pero, acorde con su trama, en buena lógica, ésta es también una novela de investigación sobre y con el lenguaje, sobre las posibilidades de combatir los males de las palabras con palabras.

 

«Prolija por esencia», escribió Cioran en Silogismos de la amargura, «la literatura vive de la plétora de vocablos, del cáncer de las palabras» (25). Tal vez ninguna novela haya ejemplificado esta verdad con tanta intensidad y exactitud como Tiempo de silencio. Metáfora recurrente en esta novela, el cáncer no sólo expresa los males de la sociedad, sino también la naturaleza de su escritura. Así lo sugiere el protagonista cuando, después de haber meditado durante un paseo sobre la figura de Cervantes, nada más entrar en un café literario piensa que habría preferido seguir «evocando fantasmas de hombres que derramaron sus propios cánceres sobre papeles blancos» (76). En Tiempo de silencio Luis Martín-Santos no sólo vertió su alma dolorida, también convirtió su obra en un laboratorio donde estudiar y combatir el lenguaje canceroso, trivial y repetitivo, inoculando palabras inmunizantes. En este sentido, Guillermo Cabrera Infante acertó al decir que por su innovación lingüística Tiempo de silencio «terminó con la tradición realista española que había sido propagada, como una infección, por los malos lectores de Cervantes casi desde la publicación del Quijote» (cit. en Lázaro, 243). Para un escritor no existe otra lucha que no sea la del lenguaje, del mismo modo que al protagonista no le interesan «más luchas que las de los virus con los anticuerpos» (Martín-Santos, 45). Los tecnicismos (científicos, médicos, jurídicos, etc.) que Martin-Santos no cesa de inocular a sus frases actúan como una vacuna frente al lenguaje enfermizo y destructivo que proliferaba en la literatura más convencional y realista de su época. Cada una de estas palabras es un antígeno introducido en el discurso con el objeto de que éste reaccione creando sus propias defensas. La escritura no puede por tanto parecer más que descontrolada y anormal, vírica ella misma, pues adopta los procedimientos de reproducción de la enfermedad de la que habla.

 

Desde las primeras líneas, donde el lector puede como en un espejo verse mirar, se nos invita a observar el texto como un tejido vivo en el que las palabras se reproducen como células:

 

Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador.» Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez: «Claro, cancerosa.» Pero, tras la mitosis, la mancha azul se iba extinguiendo (7).

 

Doble del protagonista, el lector, a falta de un mejor microscopio, no parece poder entender tampoco la preparación verbal que tiene ante los ojos. Este texto es sin duda desconcertante, inestable, como si a medida que uno lo lee se desarrollara por repetición, como si cada palabra se dividiera a semejanza de una célula para generar nuevas palabras: teléfono, timbre, aparato / sonaba, oído, timbre, enterado, dicho, etc. Y esta mitosis verbal se producirá no sólo por procedimientos semánticos, también a través de otros medios como la aliteración: según Amador, es un bien que las hijas de su amigo el Muelas cuiden a los ratones que habían robado: «Si no habría que parar. Las cuidan las hijas. Si no ya estarían muertas y no pariendo como paren que me creo que paren sin parar». La reproducción biológica reproduciéndose en una reproducción verbal. Uno de tantos juegos que demandan desde hace años un estudio completo, pormenorizado, una investigación sobre la ciencia en la obra de Luis Martín-Santos, un enfoque epistemocrítico que aporte nueva luz sobre esta obra crucial en la literatura española, pues esta novela no ha recibido hasta ahora la atención que se merece al respecto, como si todo el contenido científico fuese un punto ciego, invisible más allá de su papel de metáfora de los males sociales[1].

 

Por su valor literario y por el lugar principal que ocupa en las letras españolas, Tiempo de silencio bien puede ser considerada como un ejemplo paradigmático del escaso interés otorgado a la ciencia en los estudios literarios a este lado de los Pirineos, al menos hasta fechas recientes. Toda obra es leída e interpretada dentro de un marco epistemológico concreto y la ciencia parece haber estado ausente de éste durante mucho tiempo, en gran medida porque en España, como ya se dijo, no siempre tuvo la importancia y el impacto que se hubiese esperado y que tenía en países vecinos. Manifiesto es a este respecto el retraso que sufrieron las matemáticas (y por ende las ciencias) a lo largo del siglo XIX; como ha mostrado Javier Peralta, en el espléndido panorama matemático decimonónico «no hay prácticamente nada reseñable de autoría española» (57). Lo cual no habría de extrañar a la luz del panorama que José Cadalso había denunciado en sus Cartas marruecas a finales del siglo anterior, cuando se veía obligado a salir en defensa de las matemáticas frente al sabio escolástico que las confundía aún con la astrología y las despreciaba: «Pobre de ti si le hablas de matemáticas. Embuste y pasatiempo –dirá él muy grave» (192). Con este lastre, con una enseñanza universitaria que ignoraba que «las matemáticas son y han sido siempre tenidas por un conjunto de conocimientos que forman la única ciencia que así puede llamarse entre los hombres» (Cadalso, 193), el siglo XIX español tenía pocas posibilidades de brillar en el mundo científico, y en consecuencia difícilmente los escritores podían interesarse por estas cuestiones e integrarlas en sus obras.

 

Una de las metáforas más recurrentes al hablar de las relaciones entre las ciencias y las humanidades, normalmente para reclamar la necesidad de establecer lazos más sólidos y verdaderos, es la del puente que se ha de tender entre ambos campos del saber. Enfocado de este modo, se podría pensar que cada uno de estos ámbitos está ya constituido por sí mismo y que el puente no hace más que enlazar ambos espacios autónomos. No está de más recordar a este respecto la función que Heidegger atribuía a este tipo de construcciones: «El puente se eleva por encima de la corriente fluvial con “ligereza y firmeza”. No se limita a conectar dos orillas ya existentes. Las orillas emergen como orillas solo atravesando el puente» (27). Asimismo, los dos campos esenciales del saber conocidos como ciencias y humanidades no cobran verdadera entidad hasta que no se transita por su puente en una y otra dirección. Por ello, a lo largo del siglo XX, en cuanto aparecieron los primeros indicios de deterioro, en países como Francia y Reino Unido se desató toda una polémica acerca de las dos culturas, y científicos y pensadores como Henri Poincaré, C. S. Snow o Aldous Huxley insistieron en la necesidad de reparar las grietas que habían surgido en este puente epistemológico y que amenazaban con destruirlo. En España, en cambio, la cuestión era bien distinta, pues el puente estaba aún por construir, reducido aún a unos precarios cimientos, y ambas orillas eran poco más que páramos.

 

Afortunadamente, la situación ha cambiado de manera sustancial desde entonces y, a pesar de la eterna penuria de créditos para el desarrollo científico (y más aún humanístico), acrecentada de manera dramática por las políticas emanadas de la crisis financiera del 2008, en la actualidad ambas orillas emergen con fuerza y abundan los científicos y artistas que cruzan el puente en ambas direcciones. Buena prueba de ello son los trabajos individuales y colectivos que en los diez últimos años se vienen realizando en España y que tratan de establecer vínculos entre las ciencias y las letras. El hecho de que muchos poetas y novelistas como Clara Janés, Agustín Fernández Mallo, Vicente Luis Mora, Ricardo Gómez, Javier Argüello, Germán Sierra, Javier Moreno o Alejandro Céspedes hayan compuesto obras en las que la ciencia se manifiesta como indisociable de la escritura ha influido decisivamente en la atención que hoy en día la crítica literaria viene prestando a las inscripciones científicas en las letras. De hecho, algunos de estos creadores han teorizado acerca de su propia actividad, reivindicando una convergencia auténtica de lenguajes, como Fernández Mallo en Postpoesía o Argüello en La música del mundo.

 

Asimismo, son cada vez más frecuentes las revistas prestigiosas que dedican algún monográfico a esta cuestión, como Litoral, Quimera, Signa o Revista de Occidente, y volúmenes colectivos sobre la cuestión como Arte y ciencia: mundos convergentes, dirigido por S. J. Castro y A. Marcos, o Espectro de la analogía, dirigido por Amelia Gamoneda. Prueba de que este tema despierta un interés creciente es la publicación póstuma del libro de Francisco Fernández Buey Para la tercera cultura. Ensayos sobre ciencias y humanidades, donde este filósofo no sólo reconstruyó las facetas que fue cobrando en distintos países la polémica de las dos culturas, sino que aportó ejemplos significativos de la impronta de la ciencia en obras literarias. Muchos de los artículos que figuran en estas revistas y volúmenes colectivos tienen un enfoque propiamente epistemocrítico, en el sentido que Michel Pierssens y Laurence Dahan-Gaida han otorgado a este término, e incluso han aparecido a lo largo de los últimos años ensayos con esta misma inspiración, como por ejemplo Sinergias de Candelas Gala, Epistemocrítica de Jesús Camarero, Esperando a Gödel: literatura y matemáticas de Francisco González y Del animal poema de Amelia Gamoneda, estos dos últimos surgidos en el ámbito del equipo de investigación ILICIA, el primero que en España se ha centrado en la relación entre ciencia y literatura (www.ilicia.es).

También el presente volumen de estudios, organizado en monográfico bajo el título Pasos para una epistemocrítica hispánica, ha sido realizado en el seno del G. I. R. ILICIA. La variedad de textos aquí acogida se organiza en tendencias reflexivas que convierten la herencia de las particularidades de la cultura española antes señaladas en rasgo específico a la hora de abordar la presencia y la circulación de los saberes dentro del texto literario.

 

Para dar cuenta de ello conviene volver al ya conocido espacio de la Residencia de Estudiantes. En la fotografía no hay esta vez microscopio: José Ortega y Gasset se encuentra en los jardines leyendo en un periódico la noticia del estallido de la Primera Guerra Mundial. El filósofo más destacado de la historia española acudía diariamente a la Residencia, de la cual era patrono, y ese lugar de cruce de arte, ciencia y pensamiento alimentó su obra, la única del ámbito filosófico español que antes del siglo XXI ha conseguido saltar fronteras físicas y temporales: si en su tiempo Ortega representó en solitario la filosofía española con proyección europea, en la España de hoy es el único filósofo del pasado que sigue siendo referente para una cultura que, tras erial del franquismo y la posguerra, se muestra decidida y desacomplejadamente posmoderna. Además, por la amplitud y variedad de su reflexión, Ortega es también referente para los estudios que en España tratan de aunar perspectivas humanísticas y científicas. Dichos estudios, reciben por así decir un padrinazgo simbólico de quien en su obra escribió sobre el vínculo entre razón, naturaleza y tecnología, o de quien afirmó que «la ciencia está mucho más cerca de la poesía que de la realidad [pues] en comparación con la realidad auténtica se advierte lo que la ciencia tiene de novela, de fantasía, de construcción mental, de edificio imaginario. […] la matemática brota de la misma raíz que la poesía» (31). Desde su irrenunciable respeto por la ciencia, Ortega y Gasset apuntaba hacia una común matriz de orden creativo para ésta y para el arte, asunto que no pasó ni mucho menos desapercibido para su discípula María Zambrano, la filósofa que acuñó la noción de «razón poética». Esta noción, que se sitúa entre filosofía y metáfora –y que es una de las más invocadas por los poetas de la segunda mitad del XX español–, se encuentra también sin duda en relación con una concepción de la cognición (embodied cognition) que hoy defienden las ciencias cognitivas y que establece un puente entre los ámbitos de la creatividad y los de la experiencia vivida. De este modo, Ortega y Zambrano se sitúan en un campo filosófico que concibe la confluencia de la creatividad literaria y la creatividad científica en sus procesos de pensamiento. La gran influencia en ámbito filosófico y poético de ambos autores explica el sesgo que impregna los estudios españoles que hasta hoy se han acercado a la ciencia en ámbito literario: un sesgo marcadamente filosófico, excepcionalmente epistemológico y sólo ocasionalmente epistemocrítico.

 

Las aportaciones recogidas en este monográfico son, a este respecto, un esfuerzo de modificación de esa tendencia y de intensificación de los sesgos epistemológicos y epistemocríticos. Pero, como se observará, no existe ruptura con la tradición cultural sino matizada evolución, y el peso de la filosofía se dejará notar. Así, no es de extrañar que el nodo más importante en que se reúnen estos textos sea la crítica filosófica y epistemológica del representacionalismo, y que de este modo sean convocadas la filosofía y las teorías de la estética y de la literatura junto a la ciencia al cónclave de los saberes en la práctica epistemocrítica. Es el caso del texto que firma Benito García-Valero y que lleva por título «Creación o representación? Mímesis en la confluencia de ciencia, pensamiento oriental y teoría occidental», y en el que la hipótesis es que la concepción tradicional oriental de la mímesis entronca con ciertas interpretaciones de la física cuántica y con posturas epistemológicas nacidas del postestructuralismo. La concepción –debida a Ricoeur– de la mímesis como proceso creativo y no de representación se compadece con las prácticas de la pintura japonesa y su desinterés por la copia fiel, pero sobre todo confluye con el budismo, que postula que la mente dota de ficcionalidad a la propia realidad. Que el mundo surge de la mente es formulación general compartida también por el postestructuralismo (foucaultiano), pero frente a este último, que separa definitivamente palabras y cosas, el budismo lamaísta y la física cuántica conciben la intervención de la mente en el establecimiento de lo real. García-Valero acude también a la física y epistemóloga feminista Karen Barad, quien postula el concepto de realismo agencial para el cual no hay referente sino fenómeno –es decir, aquello que parece bajo el efecto de una acción–, permitiendo una distinción semejante a la que Heisenberg hacía entre lo real y lo actual. Así pues, en la ciencia, la filosofía de Ricoeur, el budismo y el realismo agencial, sucede que el arte, la literatura y el conocimiento de lo real parecen revitalizar la idea (Aristotélica) de la mímesis como creación, como poiesis. Y esta comprensión se verifica también en el mundo natural –donde la creación adquiere esos mismos rasgos poiéticos–, de modo que arte y naturaleza diluyen sus fronteras. A este borrado de lindes se incorpora también la literatura, que mediante los procesos cognitivos que activa crea también su realidad.

 

La misma perspectiva anti-platónica y vinculada a la crítica de la representación mimética es básica para el análisis que lleva a cabo el artículo «¿Qué es un acontecimiento? El conocimiento poético y anti-platónico de Chantal Maillard», de Candela Salgado Ivanich. Se ocupa este artículo del poemario de Maillard titulado precisamente Matar a Platón, cuyos poemas ponen bajo observación un acontecimiento –un accidente de coche que provoca un fallecimiento– al que asisten un puñado de personas. Maillard, poeta y filósofa buena conocedora del pensamiento budista, procede en su poemario a sucesivas construcciones de realidad operadas por dichos espectadores del acontecimiento; un acontecimiento que no tiene otra realidad que la del fenómeno (y no la del referente, por hablar en términos de Barad). Salgado Ivanich inserta su análisis en las teorías conexionista y enactiva propugnadas por el biólogo, cognitivista y neurólogo Francisco Varela. Influido él mismo por el pensamiento budista, Varela concibe que el mundo es enactado por el propio conocimiento del sujeto y su teoría –anterior en el tiempo– puede conciliar con la noción de acto que Karen Barad subraya desde el realismo agencial. Asimismo, la perspectiva conexionista de la cognición que sostiene Varela se desmarca de la concepción simbólica y proporciona las bases para una embodied cognition. Salgado Ivanich procede a un análisis de los poemas en los que se implica la percepción y otros instrumentos relativos a este tipo de cognición. Y desemboca en una aproximación a la poesía que responde a la forma de un conocimiento formulado como poiesis.

 

La noción de «acontecimiento» antes evocada y la imposibilidad de representación que supone son de nuevo abordadas en el texto de Javier Moreno titulado «El discreto encanto de lo continuo: el tiempo y el relato». Para este autor, la narración es precisamente la manifestación de que palabras y cosas no se producen en el mismo tiempo y de que el mundo no puede ser captado a través del lenguaje. Moreno ve en la narración un manejo temporal que no coincide con el tiempo real (comprendido éste intuitivamente). Un asunto que el análisis del poemario de Maillard realizado por Salgado ya había apuntado: la propia variedad de actos de conocimiento de los personajes observadores del acontecimiento demuestra que no son coevos por mucho que el conocimiento enacte la realidad y participe en ella como agente.

 

Javier Moreno propone considerar los tiempos de la realidad y los de la narración desde sus naturalezas respectivas continua y discreta. El paso de lo real al lenguaje es precisamente el de lo continuo a lo discreto y en ese proceso hay desautomatizaciones de la percepción/comprensión de lo real forzadas por el carácter discontinuo del lenguaje. Llama al resultado de esto «acontecimiento narrativo», y procede a «analizar la microfísica perceptiva de ese tránsito» a través de la noción de lo infra-leve de Leibniz («un infinitesimal dentro de un espectro continuo» que percute en el organismo produciendo un acto de lenguaje, un movimiento, un gesto). Entronca así –sin mencionarlas– con perspectivas de embodied cognition para explicar el modo por el que el lenguaje conoce/enacta/crea el mundo. Y observa que también Ítalo Calvino propuso la levedad como clave de la literatura venidera mediante el ejemplo de un poema donde el lenguaje se enrarece (Emily Dickinson) o de un relato sobre asuntos sutiles e imperceptibles (como los tropismos de Sarraute) o una descripción con alto grado de abstracción. Es sorprendente comprobar cómo estos elementos de análisis conducentes a un «acontecimiento narrativo» son los que precisamente se despliegan en los análisis poéticos presentados por Candela Salgado y Víctor Bermúdez en sus respectivos textos. En el caso del de este último –titulado «Declinaciones epistémicas de la metáfora en Sol absolu de Lorand Gaspar»– esas unidades de lo infra-leve capaces de operar el tránsito entre lo real-continuo y el lenguaje-discontinuo se ahorman en modelos metafóricos específicos de la obra de Gaspar, donde se presentan cualidades o lugares del funcionamiento metafórico casi imperceptibles: «maleabilidades», «intersticios».

 

El análisis poético que propone Víctor Bermúdez aborda una obra poética –la de Gaspar– a la vez inserta en la tradición de la poesía científica y poseedora de un registro filosófico; la obra proporciona rasgos poéticos a ciencia y filosofía mediante estructuras de pensamiento estabilizadas en los ya mencionados modelos metafóricos. Esta metaforología se despliega bajo tres epígrafes: en «Maleabilidades del sistema citacional», se observan los efectos literarios de las citas textuales (portadoras de saber científico) en función de la disposición espacial del poema. En «Eslabones e intersticios de la descripción», se estudia el modo por el que los enunciados literales adoptan valor metafórico (Davidson); se trata a menudo de descripciones geológicas, botánicas, históricas cuyos enunciados científicos se presentan con peso lírico aun sin salir de su interpretación literal. Bajo el tercero de los epígrafes se expone el modo en el que se produce un deslizamiento de lo epistémico a lo estésico mediante asociaciones que movilizan la subjetivización y que conciernen al cuerpo y a su sensibilidad. Esta metaforología describe pues un modo poiético orientado por la embodied cognition y a la vez parece acudir a los territorios de lo infra-leve que pudieran figurar como infinitesimales dentro del espectro continuo de la realidad.

 

Del texto de Bermúdez podría inferirse que la terminología científica de la obra de Gaspar es lenguaje que revela su impotencia para coincidir con lo continuo de lo real y que el lenguaje precisa por ello de la metáfora –metáfora cognitiva de raigambre corporal– para disolver lo discreto. En la exposición de Moreno, sin embargo, es el lenguaje matemático el que finalmente se encarga de relevar a esa «poética de lo minúsculo» que en el texto literario aspira a orientar lo discreto hacia lo continuo: el infinito numerable de Cantor y su hipótesis del continuo satisfacen la simultaneidad de lo discreto y lo continuo. Si el lenguaje pudiera ser también un infinito numerable, la narración y la realidad sí podrían compartir el mismo tiempo.

 

La cuestión de la ciencia como modelo literario se dirime –además de en el mencionado campo del conocimiento de la realidad que puede proporcionar el lenguaje– en el propio campo de las formas, metáforas y procesos de creación de la literatura. En el presente número monográfico, éste es el momento en el que los textos traspasan una frontera que deja atrás la reflexión explícita de orden cognitivo y se internan en ámbito más claramente epistemocrítico. Ya de este lado, el artículo firmado por Germán Sierra, «Ciencia que acontece como literatura», recuerda al ámbito anterior desde su propio título, que nombra de nuevo al «acontecimiento», verdadero leitmotiv del monográfico. Pero en este caso el término se refiere al modo en el que la ciencia se presenta y actúa en el seno de la literatura. Y más concretamente a los modos en los que la ciencia sobrepasa el nivel del argumento y en los que la imagen científica no se limita a sustituir de manera plana otro tipo de imágenes anteriores a la actual cultura tecno-científica (modos localizables en Agustín Fernández Mallo, Janice Lee, Amy Catanzano). Sierra señala que la clave exitosa –garante de intensidad estética– de la integración de la ciencia en la literatura consiste en que ésta última siga moviéndose en el ámbito especulativo que le es propio (un ámbito que precisamente la ciencia tiende a eliminar). Por ello elabora una crítica de la «ciencia-mito» a la que acude una literatura que posee pretensiones de «realismo científico» y que abandona toda especulación constructivista de lo real. Cuando la literatura cede su terreno a nociones reduccionistas tecno-científicas, la ciencia no «acontece» como literatura, esto es: no forma parte del tejido literario. El artículo define tres posturas especulativas –y por ello estéticas– perfectamente representadas en España aunque no sean privativas de nuestro país. En primer lugar, un nihilismo especulativo –acompañado de una «estética del fin»– basado en una lectura de la ciencia –física, astronomía– como negación del humanismo y crisis absoluta del antropocentrismo. En segundo lugar, un neomaterialismo que no niega el fin del antropocentrismo pero admite que sólo tenemos acceso al conocimiento humano, por lo que la literatura correspondiente adopta una «estética de laboratorio» interesada por los modelos de realidad comprensibles (en Fernández Mallo, Moreno y Gámez, por ejemplo). En tercer lugar, está la postura del neoracionalismo/aceleracionismo, convencido de facilitar la transición del humanismo al inhumanismo e inspirado por la IA fuerte y un impulso tecno-utópico: el reciente movimiento literario-artístico aditivista da constancia de ello.

 

Sin gran tradición previa de inscripción de la ciencia, esas propuestas de la literatura española sorprenden por su radicalidad y vanguardismo, algo que –ya ha quedado sugerido más arriba– es rasgo común a ámbitos diversos de nuestra cultura y muy notablemente en el caso del género del ensayo. Los referentes de esta literatura se encuentran –como era de esperar– en ámbito anglosajón pero, como es también usual en la cultura en lengua española, la influencia cursa con fuertes rasgos autóctonos. A este respecto, algunas obras tratadas en el presente número muestran al lado de la ciencia la sorprendente presencia de la mística. La tradición mística española del siglo XVI –y en particular la figura de Juan de la Cruz y de Teresa de Ávila– tiene una fuerte presencia en nuestra cultura filosófica y literaria y ha sido intensamente reclamada por la poesía española durante los últimos años del XX y los primeros del XXI. El caso de la poeta y académica Clara Janés, al cual Antonio Ortega dedica el estudio «El arco y la flecha: ciencia y poética en la escritura de Clara Janés», es excepcionalmente interesante por cuanto aúna dicha influencia de la mística occidental junto con otras de la tradición oriental y con una muy explícita y marcada presencia de la ciencia. Y el vínculo entre mecánica cuántica y poética característico de la poesía de Janés es analizado por Antonio Ortega con la mística como trasfondo.

 

La propuesta transdisciplinaria de Janés consiste en el uso de conceptos científicos con valor metafórico para designar realidades sin nombre dentro del ámbito de la sensibilidad o la experiencia subjetiva (catacresis). Dentro de esta experiencia ocupa un lugar importante la mística, en la que la poeta encuentra un tipo de conocimiento que se hace más comprensible a la luz de la ciencia. Tres aspectos fundamentales de la mística difícilmente descriptibles se ven asociados pues a ámbitos científicos: el «afuera del tiempo» es mirado a través de la teoría de la relatividad; la «unicidad» a través de la función de onda; y el «saber del no saber» a través del principio de incertidumbre. Los dos últimos aspectos son abordados por el texto de Antonio Ortega quien, en primer lugar, para explicar el «saber del no saber» de Juan de la Cruz acogido por Janés, llama a contribuir tanto a Zambrano –filósofa de la palabra poética vinculada a la mística– como al físico Heisenberg; de la mano de ambos, Ortega explica la analogía entre el «saber del no saber» y la naturaleza de la materia vista desde el punto de vista de la física cuántica. En segundo lugar, Antonio Ortega propone la idea de que el funcionamiento esencialmente autorreferencial del lenguaje poético –que Janés vincula con la «unicidad» de la mística– encuentra un modo de comprensión a través de la función de onda de Schrödinger (donde el observador se filtra en el sistema actualizando una de las posibilidades del mismo).

 

Janés habla de una «resacralización del mundo» a través de la mirada científica, mediante la cual se satisface la nostalgia de absoluto y de unidad –tras la visible multiplicidad– que alienta asimismo en la mística. También es éste el objetivo de una obra como la de Ernesto Cardenal, estudiada por Mauricio Cheguhem Riani en «Lo que mueve el sol y las demás estrellas. Convergencias entre ciencia y mística en Cántico cósmico de Ernesto Cardenal». Pero el proyecto de Cardenal dista mucho en sus formas de realización del proyecto de Janés. En la poesía del nicaragüense –la distancia entre la cultura americana y europea no es baladí aunque ambas se produzcan en español– el proyecto es esencialmente filosófico, y el texto que lo sostiene no busca que la ciencia «acontezca» como literatura (Germán Sierra), ni que funcione como metáfora catacrética de experiencias subjetivas (Antonio Ortega), ni pretende un deslizamiento de lo epistémico a lo estésico (Víctor Bermúdez). Cardenal se sitúa en la órbita filosófica de Badiou, y solicita a la ciencia que sostenga desde su campo el desacreditado concepto de «verdad» que esta filosofía propone. Una verdad generada científicamente, pero no sólo: hay, dice Badiou, cuatro «espacios» o condiciones por donde atraviesan las verdades: ciencia (matema), arte (poema), política y amor. Cardenal también coincide en la no separación de estas condiciones productoras de verdad, y en esa posición filosófica de Badiou funda la suya propia: la de la no separación entre mística (que formaría parte de la «condición» del amor) y ciencia.

 

Cheguhem procede a un análisis de Cántico cósmico –caracterizado genéricamente como «épica astrofísica»– desde el punto de vista científico y, como en el caso de Janés, los instrumentos son el espacio-tiempo (el «abrazo curvo», lo llamaba Janés), la mecánica cuántica (entrelazamiento cuántico) y el principio de incertidumbre, además de consideraciones relativas a la segunda ley de la termodinámica y lo que de ella se deriva. Pero si en el caso de Janés el aspecto científico que metaforizaba la «unicidad» mística era la función de onda, en el caso de Cardenal es la Ley de la Gravedad en contexto cuántico: la atracción entre los cuerpos que asienta dicha Ley adquiere en esta poesía valor teleológico. Pues Cardenal no olvida las otras «condiciones» de verdad aunque la ciencia posea aptitud para pensar los «primeros principios» (verdades). Tampoco las olvida Cheguhem, y su análisis culmina con la aproximación científica a la idea de Dios como movimiento que le lleva a resumir de la siguiente manera: Dios es «el acontecimiento de todas las cosas». Tras la variedad de aproximaciones que ofrecen los textos de este número monográfico, reconocemos un común pulso que comprende todo tipo de conocimiento –episteme científica, cognición humana, unión mística– como acto de creación que se actualiza en «acontecimiento».

 

Analizar de qué manera la ciencia «acontece» como literatura es un programa epistemocrítico. El penúltimo texto de este monográfico se ajusta con precisión a este programa, pero sin dejar por ello –en su desarrollo argumental– de participar en el cuestionamiento al que contribuyen el resto de los textos y que versa sobre el «acontecimiento» considerado desde la crítica filosófica, epistemológica y poética del representacionalismo. «La palabra ignífuga: economía monetaria y antinomias del realismo en Plata quemada, de Ricardo Piglia», texto firmado por Borja Mozo, aborda la incidencia del saber económico y la lógica monetaria en la estructura y la configuración narrativa de la obra del argentino. Lo hace, en primer lugar, a partir de la distinción entre dinero y moneda, tomados ambos como signos cuyo diferente valor simbólico desdobla la comprensión del acto final de la novela, en la que los delincuentes queman gran cantidad de billetes. En segundo lugar, Mozo observa, en el nivel temático y lingüístico de la obra, la lógica monetaria capitalista del «equivalente general» –invariante mensurable que posee una función reguladora en el intercambio– que se ve desafiada y negada por el ya mencionado comportamiento de los delincuentes. En tercer lugar, se trata de verificar una correspondencia analógica entre dicho comportamiento antisocial y antieconómico y un nivel superior de la construcción del texto: el de su poiesis. La paradoja surge en este nivel, pues mientras en la trama los delincuentes rechazan el intercambio simbólico basado en el dinero, en la escritura de Piglia existe una voluntad de construir un intercambio comunicativo –y por ello simbólico– con su lector. Pero lo cierto es que la estrategia narrativa realista seguida para ello no produce otro resultado que el de una mímesis imperfecta de la realidad que fuerza a poner en cuestión su referente. La crisis de la representación, la noción del «acontecimiento» como construcción y la de verdad como consenso asoman por debajo de la voluntad de producir un texto legible. Borja Mozo concluye que, sin embargo, Piglia termina imponiendo la versión única sobre lo diverso y que se pliega a los límites de representación que impone el lenguaje. La subversiva actitud anti-simbólica de los delincuentes no está acompañada en la novela por una poiesis que distancie al signo lingüístico de su referente. Y el realismo mimético impone esta íntima contradicción a la novela de Piglia.

 

Si el presente número monográfico constituye –como hasta aquí se ha visto– una modulación coherente y matizada de la crítica del representacionismo en el cruce de la literatura y la ciencia, su cierre aporta aparentemente la excepción que conviene a toda regla. El artículo del matemático Raúl Ibáñez –«Avatares literarios del último teorema de Fermat»– recorre más de cuarenta novelas de la literatura mundial en las que este teorema hace acto de presencia. Dos son las modalidades de la misma: aparecer como referencia o formar parte esencial del argumento. Formas ambas que no movilizan la poeisis del texto ni intervienen en él a nivel estructural. Pero –independientemente de que algunos pudieran ser objeto de análisis epistemocrítico– el impresionante despliegue de títulos anotados viene a certificar que la ciencia confía en su potencial como elemento de ficción. Ciertamente, el teorema de Fermat ha tenido en la historia un destino novelesco, con sus disputas, sus demoras, sus amagos y retiradas, sus decepciones, su final demostración y la posterior puesta en cuestión de su utilidad. Todo un relato… que es el que compone el artículo escrito por Ibáñez. Un relato que se construye organizando las ficciones existentes sobre un teorema matemático: una metaficción que es al tiempo relato realista, que da cuenta de lo que en verdad le sucedió al teorema. Y, en el fondo, un nuevo ejemplo de cómo la realidad no necesita de la mímesis para ser contada sino que puede servirse de una multitud de fragmentos ficcionales.

 

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[1] Con la excepción de un excelente trabajo de Marco Kunz, profesor de la Universidad de Lausanne, dedicado parcialmente a Tiempo de silencio, y titulado «Mitosis, ósmosis y fecundación: tres metáforas biológicas del plurilingüismo literario» (2008), sigue sin abordarse la novela de Martín-Santos desde una perspectiva que tome en cuenta las inscripciones de la ciencia.

 

 

ISSN 1913-536X ÉPISTÉMOCRITIQUE (SubStance Inc.) VOL. XVI

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