I. La mímesis como eje teórico
En su tratado primordial, Mímesis, Erich Auerbach mostró honestidad intelectual al especificar en el subtítulo que abordaría La representación de la realidad en Occidente, y así no manifestaba una ambición universalista que fue endémica en el primer comparatismo cosmopolita, y que en la época de composición de su obra, en plena Segunda Guerra Mundial, aún sostenía a los grandes proyectos en Literatura Comparada. Aunque las relaciones entre la literatura occidental y la oriental son tan polimorfas como inabarcables en su totalidad, resulta revelador rastrear la aparición de las cuestiones miméticas en el arte oriental, pese a que no se pueda encontrar un equivalente exacto a lo que Occidente formuló como mímesis. En toda muestra artística de cualquier parte del mundo existe un impulso mimético, si bien tanto este como la reflexión sobre el mismo difieren conforme nos acercamos a las distintas naciones, como cabría esperar. Durante mucho tiempo, Oriente fue tenida como la tierra del tradicionalismo y el atavismo, y sus estructuras políticas y sociales permanecían fieles a los dictados de las costumbres. Es indicativo que tan tardíamente como el año 1945 abandonara Japón lo que le quedaba de un sistema teocrático, o que hasta las postrimerías del siglo XX aún resistiera en Nepal el absolutismo monárquico. En un primer momento, la conclusión rápida que se deriva de conocer estos hechos históricos podría ser que aquel gigantesco bloque cultural ha permanecido ajeno a todo progreso y no ha conseguido alcanzar la modernidad. Pero hoy sabemos que tras esta etiqueta frecuentemente late una motivación geopolítica (Suter, 28) que pretende instaurar lo que Occidente entiende por progreso en el resto del globo.
En virtud de esta ilusoria inmovilidad de estructuras sociales y políticas cabría pensar que el arte oriental tampoco evolucionó (o progresó), y que por tanto la cuestión mimética no habría sufrido las alteraciones que en Occidente retrató Auerbach en su análisis de obras desde Homero hasta Virginia Woolf. Pero una reconsideración más seria de la cuestión refutaría sin lugar a duda que en el arte oriental no rigieran dinámicas de transformación y procesos de cambio, aunque es cierto que el tratamiento artístico de la imitación de la realidad pareció por mucho tiempo inmutable, y aún hoy persiste en las corrientes inspiradas en las cosmovisiones tradicionales de Asia oriental. El tema de la mímesis oriental recobra en la actualidad un valor inusitado al comprobar que muchas de las intuiciones milenarias de las doctrinas orientales encuentran su reflejo en ciertas interpretaciones del status quo de la ciencia actual, concretamente, de la física cuántica, que promete seguir revolucionando al resto de disciplinas. Es más: lo que el postestructuralismo vino a desmontar en una fecha tan tardía como el último cuarto del siglo XX había sido ya preconizado por el antiquísimo budismo (y, lógicamente, por el hinduismo que lo sustenta): la razón no es la herramienta definitiva para aprehender la realidad; de hecho, son los intentos exclusivamente racionales los menos adecuados para entender el mundo en su total complejidad.
Planteo en este artículo la necesidad de reconocer en Oriente los fundamentos filosóficos que hoy resultan útiles para interpretar la física cuántica en su apasionante encuentro con la conciencia (Rosenblum y Kuttner, 227), encuentro que obviamente ha de tener consecuencias definitivas en nuestro entendimiento de la mímesis, cuya vertiente meramente representacional cede a favor de la creatividad artística que en todo proceso mimético detectó Aristóteles y consolidó, en su lectura del filósofo griego, Paul Ricoeur. Propongo hacer confluir esta visión creativa de la mímesis de raigambre ricoeuriana y los procesos miméticos en general con los procesos naturales, en la línea de algunos estudios contemporáneos que desdibujan el límite entre arte y naturaleza. Como resultado, la actividad mimética queda reubicada en el entorno natural, del cual el hombre ya no es un extraño, ni eje interpretativo absoluto, ni agente fundamental, sino parte integrante.
Aunque Oriente y Occidente suelan percibirse en una relación antagónica, ciertamente existen componentes semejantes en sus pensamientos sobre los procesos miméticos. Makoto Ueda (131), a propósito de su repaso a las teorías literarias y artísticas del Japón tradicional, recoge el pensamiento del pintor Tosa Mitsuoki (1617-1691) para ejemplificar la naturaleza de las teorías miméticas orientales, preocupadas por imitar el espíritu interno de los objetos de la naturaleza a diferencia de la mímesis occidental, que ha preferido imitar el resultado exterior de la acción de dicho espíritu, es decir, las formas y acciones humanas o naturales que empíricamente pueden observarse en la realidad circundante. Los productos de la mímesis oriental pueden sugerir, en los casos mejor conseguidos, una red de interconexiones detectable por la intuición y la sensibilidad del receptor del objeto mimético. Sin embargo, sabemos que existía también esa imitación interior en el origen de la poesía trágica griega, cuyo germen fueron los ditirambos, plasmaciones del mundo interior del poeta que más tarde dieron lugar a los textos trágicos. Ueda, que desarrolla sus reflexiones a partir de las artes japonesas, entiende que la mímesis oriental se debe más a la imitación de emociones y a la expresión artística de estas, condición que enseguida Occidente vincula con lo lírico. Curiosamente, el género lírico tiene una difícil inclusión en la delimitación clásica de los géneros por su complicado encaje en la mímesis canónica y, al mismo tiempo, lírico es un adjetivo recurrente en la crítica del arte tradicional japonés que más ha asombrado a los occidentales. El profesor Carlos Rubio argumenta que, tradicionalmente, el realismo en las artes japonesas «no consistía en sujetarse a la forma, sino en evocar el espíritu escondido en la forma» (190). En resumen, la mímesis oriental, al menos la japonesa (que no olvidemos posee indelebles marcas chinas y coreanas), se plantea como un ejercicio de imitar no la realidad natural externa, sino la espiritual interna que sujeta cada una de las formas presentes en la naturaleza. La diferencia se entiende perfectamente al comparar cómo habrían dibujado los clásicos occidentales un bosque de bambúes y cómo efectivamente lo hicieron los pintores chinos y japoneses: la tinta apenas describe un movimiento ascensional, conjugado con el brote de las hojas del tallo, insinuadas con impresiones de tinta más débiles o más fuertes según la potencia del viento imaginado, y no se interesa por la copia fiel de la percepción de los objetos a través de los sentidos. Tendríamos una mímesis etérea, trascendental si se quiere, al tiempo que más subjetiva: el artista propone espíritus presentes detrás de las formas, que sin embargo aprehende objetivamente y son reconocibles en sus pinturas.
Resulta útil empezar a entender las diferencias entre la mímesis occidental y oriental a partir del concepto de verosimilitud, que nace de la reflexión sobre la mímesis y recibe una atención crítica doble: en Occidente ha prevalecido la vertiente semántica, que califica como verosímil cualquier representación fiel a los objetos y leyes verificables en la realidad referencial; pero también se ha interpretado con suficientes fundamentos la pertinencia de distinguir una verosimilitud sintáctica, facilitada por la coherencia entre los distintos elementos que componen una obra y el respeto continuo a las leyes diseñadas para sustentar la realidad extensional del mundo ficticio.[1] No se puede negar que en Occidente se han aceptado como representaciones verosímiles principalmente aquellas que se parecían en mayor grado a la realidad percibida por los sentidos, restringiendo el concepto de mímesis y de verosimilitud hasta el siglo XX, cuando las Vanguardias agudizaron la revolución romántica y llegó a calificarse como antimimético incluso aquello que fuera verosímil en su faceta sintáctica. Aristóteles formuló la importancia que en la elaboración artística o poética tienen las posibilidades creativas del poeta, libre en tanto no vulnere la verosimilitud desplegada por la lógica interna de la obra (es decir, la sintáctica): esta idea quedó bien expresada por su famosa preferencia de lo verosímil imposible a lo posible inverosímil. El peso de la herencia platónica ha desvirtuado por tanto las representaciones que se han tenido como fantásticas o irreales, propias de la literatura de imaginación o de las sagas épicas, que se han ganado el calificativo peyorativo de subgénero en muchas ocasiones por recrear mundos no posibles, y ni siquiera se ha valorado adecuadamente los casos en que estos productos configuran sus tramas mediante un seguimiento estricto de las leyes que el autor había diseñado para su ficción: en Occidente, la verosimilitud semántica siempre ha prevalecido sobre la sintáctica.
Al auge de los posicionamientos que reivindican una interpretación más liberal de la mímesis se ha sumado el sobreabundante cultivo de lo metaficcional y de la metaliteratura, que se atreve a dar un paso más en la consideración de lo verosímil para configurar lo que Rodríguez Pequeño (180) entiende como «mundos imposibles» porque, basados en arquitecturas imposibles, no pueden cumplir alguna de sus reglas constitutivas. Un ejemplo de este tipo de ficciones es la gran cantidad de novelas que sitúan al autor dentro de la nómina de personajes, anécdota imposible que tiene correlatos en la pintura y otras artes (Velázquez retratándose a sí mismo frente al lienzo en Las Meninas es sin duda el más memorable antecedente). Aunque sea digresión, es necesario recordar que, si bien la metaficción ha experimentado un notable auge desde la práctica de lo que se suele calificar como literatura posmoderna, el fenómeno ha existido siempre, y por ello resulta inadecuado definir los textos posmodernos exclusivamente en base a su metaficcionalidad. La posmodernidad continúa la visión postestructuralista de la realidad y entiende que ésta es una construcción artificial de la razón (Roas, 29). El postestructuralismo había postulado la vanidad del deseo de alcanzar el significado último, verdadero, eterno e inmutable del mundo sensible o suprasensible. En parte por este motivo se da en la posmodernidad un desbordante interés por los fenómenos metaficcionales, pues reflejan el escepticismo hacia cualquier constructo de la realidad, generalmente ideológico, y parodian a quienes creen emitir enunciados capaces de constituir verdades absolutas, únicas y universales.
Este escepticismo reverbera igualmente en el ámbito de la ciencia. Desde los descubrimientos que inauguraron el siglo pasado la rama cuántica de las ciencias físicas, no ha dejado de sentirse el tambaleo de los principios objetivos y racionales que sirvieron a Galileo Galilei, Descartes, Isaac Newton y otros grandes científicos de la modernidad para defender la posibilidad de una descripción objetiva y desideologizada de la realidad empírica, natural y universal. La investigación científica del siglo XX ha descubierto los incómodos límites del conocimiento al tiempo que los estudios literarios, afectados como el resto de las humanidades por los nuevos paradigmas de la ciencia, se han interesado por los límites del fenómeno narrativo (Dilmac). En este sentido, los mundos imposibles que definía Rodríguez Pequeño descubren el proceso ficcional inherente a toda percepción porque desnudan inmediatamente la naturaleza artificiosa con la que se concibe el objeto artístico y, consecuentemente, la subjetividad originadora del cosmos que constituye cada una de las obras literarias. La subjetividad última de todo conocimiento sobre la realidad física casa, finalmente, con las milenarias intuiciones del budismo, que insisten en la cualidad ilusoria –ficcional, podríamos decir– de todo constructo mental, de todo conocimiento concebido por el hombre para entender la realidad, sea terrenal o cósmica. A esta percepción o cualidad ilusoria del mundo, ámbito en el que se desarrolla la existencia humana, se la conoce como maya. Desde esta encrucijada de la teoría literaria con la ciencia y con el budismo pretendo argumentar a favor de un entendimiento poético y proactivo de la mímesis, aunque ello suponga seguir desmontando el edificio de la modernidad que, cimentado sobre un humanismo antropocentrista, domina desde hace siglos las humanidades occidentales.
II. Confluencias del postestructuralismo y el budismo
Como fundamento gnoseológico de la teoría mimética occidental encontramos una concepción dualista de la realidad, en la que tradicionalmente se han confrontado los extremos cuerpo/espíritu, materia/alma, ideal/material. Esta distinción es necesaria porque si observamos el predominio de la verosimilitud semántica en la teoría literaria occidental, concluiremos que en la comprensión del fenómeno artístico ha prevalecido el componente intelectual de la creatividad: aunque pasara por el filtro de las emociones, el resultado del objeto artístico es una plasmación de un modo de entender el mundo, un trabajo mental en primer término que inventa, organiza y dispone los distintos pensamientos en un ejercicio de imitación de la realidad para dar forma a ese material extralingüístico y concebir un producto acabado. No en vano se suele calificar a los grandes escritores occidentales como grandes intelectuales, y pocas son las excepciones de autores que hayan triunfado sin haberse entregado después al cultivo del intelecto. En este juego de oposiciones entre lo mental/espiritual y lo racional/emocional siempre ha predominado el primer polo, aunque las poéticas modernas, desde la teoría literaria, y la intromisión de la conciencia en la realidad empírica durante el siglo XX, desde la ciencia, han desestabilizado estas oposiciones. La neurociencia también ha afectado a la entereza de las dualidades tradicionales al derruir la vieja oposición cuerpo/espíritu (Changeux, 104). Este colapso ya había sido anticipado desde mediados del siglo XX, cuando propone su fenomenología de la percepción Maurice Merleau-Ponty, de la cual beben modelos posteriores como el de embodied mind (‘mente corporeizada’ o ‘encarnada’) donde se analizan los procesos emocionales e intelectuales sobre una base física y corporal.
La otra dualidad estrictamente relacionada con las anteriores es la que polariza en dos extremos antagónicos a la naturaleza y a la cultura. Jaén y Simon (3) indican que desde los años ochenta disciplinas como la psicología, las neurociencias y la lingüística han permitido reformular la dicotomía, y ejemplo de ello es que los estudios cognitivos comenzaron a plantearse la interacción dinámica que la mente mantenía con su entorno, tanto corporal como natural. Y, en esa misma dirección, si bien por cauces diferentes, el postestructuralismo rescató a Nietzsche junto con otros filósofos y creadores que habían plantado batalla a la distinción dualista cuerpo/espíritu, de herencia platónica (Ryan), conectando así con las nuevas preocupaciones de las disciplinas anteriormente mencionadas. De hecho, para Jaén y Simon la perspectiva cognitiva sobre la literatura es un complemento de la teoría literaria postestructuralista (23). Lo que viene a sustituir a los universales de corte platónico es lo que Alan Richardson llama ‘embodied universalism’ (apud Sullivan, 216), «la creencia de que todos estamos conectados no por ‘verdades’ abstractas o conceptuales, sino por procesos fisiológicos, perceptivos y cognitivos que nos dirigen a esas verdades» (apud Sullivan, 216). Podemos colegir entonces que las coincidencias universales en temas y procedimientos artísticos no se deben a un universal antropológico anclado en la memoria de nuestros genes o, en el más idealista de los casos, a la plasmación material de una conexión sobrehistórica que une a todos los seres humanos, sino a formas comunes de comprensión de la naturaleza y del entorno, que permitirían explicar por qué las montañas adquieren un halo sagrado en tantísimas culturas (por su cercanía y conexión metonímica con lo celestial), o por qué los infiernos son mayoritariamente ubicados en el inframundo (por la inercia de los cuerpos sin vida, que caen a la tierra, y precisan ser elevados a los cielos mediante ritos de cremación o de enterramiento ritual). Estas reflexiones encuentran su eco en la explicación que de los símbolos hace Gilbert Durand cuando aúna la experiencia de lo corporal y de lo postural con la confección de los imaginarios en las distintas culturas.
A este crucial debate que pretende disolver las fronteras entre ‘cuerpo’ y ‘espíritu’ se unen las interpretaciones de la física cuántica que propulsan principios como la no-localidad al terreno del comparatismo e insinúan conexiones inmateriales entre culturas produciendo un vértigo intelectual extremo, pues permitirían especular sobre la sorprendente similitud de algunos fenómenos culturales en pueblos que nunca han estado en contacto: supondría la aniquilación de la importancia de la influencia histórica. Sin poder osar llevar a cabo estos trabajos todavía, debemos conformarnos con sacar rédito de las conclusiones de estas ciencias en su conexión con el postestructuralismo. Este movimiento incidió, en primer lugar, en la separación entre les mots et les choses que consolidó Saussure y en segundo lugar demostró, valiéndose de métodos genealógicos, que el lenguaje, la herramienta natural más compleja del ser humano en su relación con el mundo, es la mejor evidencia de que la naturaleza de la realidad es constructa. Uno de los principales puntos de inflexión del estructuralismo, Roland Barthes, insinuaba que la aprehensión de la realidad mediante el lenguaje es también ilusoria, pues «la lengua es una forma y no podría ser realista o irrealista. Todo lo que puede ser es mítica o no» (231). La unión fundamental de lengua y mito, ya presente en la etimología del segundo término, sugiere que cada discurso lingüístico tiene rasgos míticos, en el sentido de que crea, y no describe, un mundo referencial. Por eso, para el semiólogo francés «el lenguaje del escritor no tiene como objetivo representar lo real, sino significarlo» (231). Cada discurso lingüístico es entonces un mito que crearía el mundo en lugar de describirlo. El significante determina el significado, y no a la inversa: el lenguaje, en lugar de describir el mundo, determina cómo la realidad es entendida, pero nunca objetivamente descrita.
Podemos trazar entonces una analogía entre la inexistencia de una objetividad absoluta y la incapacidad del lenguaje para establecer una referencia definitiva con la realidad. Karen Barad, doctora en Teoría de la Física de las Partículas, se aventura en el terreno de la lingüística siguiendo las interpretaciones de la física cuántica nacidas en la escuela de Copenhague y apadrinadas por Niels Bohr, para proponer que el sujeto que crea el lenguaje, o usuario, daría lugar a una serie de convenciones sobre la realidad hasta el punto de configurarla de forma efectiva. De esta manera, Barad concluye que el referente es un fenómeno y, por tanto, no se puede independizar de la observación (120): así, el objeto referenciado deja de ser un ente ubicado en una realidad objetiva, no ostenta ya propiedades independientes a la injerencia de un proceso subjetivo observador. Retornaremos a la idea del referente como fenómeno más adelante.
Si acercamos ahora el foco de atención hacia el budismo, encontramos que el pensamiento teórico de los años ochenta, así como las teorías más recientes de Karen Barad, encuentran su correlato en la descripción que del universo establecía este saber milenario. El actual Dalai Lama[2], que no deja de aprovechar las similitudes entre física cuántica y budismo para defender en su libro El universo en un solo átomo la religión que representa, apunta a la diferencia que hay entre sostener una taza de té con la mano desnuda a sostenerla con una tela para ejemplificar cuál cree que es el papel de la mente en la percepción de la realidad: «La tela es la metáfora de los conceptos y el lenguaje, que se interponen entre el objeto y el observador cuando opera el pensamiento» (199). Las disciplinas orientales tradicionales de mayor difusión ya veían imposible separar al observador de los fenómenos observados, luego los patrones descriptivos con los que describimos la naturaleza, según el físico Fritjof Capra, no serían más que creaciones de «nuestra mente mediadora y categorizante» (111). Alcanzar la iluminación implica constatar el grado de ficcionalidad que la mente adhiere a la realidad durante la percepción, y en el proceso lograríamos librarnos de las convenciones para poder disfrutar de la realidad de una forma directa, desteatralizada, como durante ciertas prácticas meditativas. Fruto de estas, los poemas zen muestran la imposibilidad del lenguaje de decir verdades (Oe, 112).
El Dalai Lama recuerda que la naturaleza ilusoria de la realidad en los textos budistas es aludida mediante sustantivos cuya traducción suele tantearse mediante la palabra vacío. Complementa su explicación afirmando que nuestra visión del mundo nos hace creer que las cosas tienen valores intrínsecos e independientes, visión reforzada además por nuestro lenguaje y sus verbos activos (62). En su introducción al budismo, Alan Watts (92) recoge los términos sánscritos de prajna y karuna para reflexionar en un sentido parecido. Si el primero, traducible por sabiduría o discernimiento, constata que toda forma es en realidad vacío, el karuna acaba por reconocer que el vacío es forma. Uno de los sutras budistas más conocidos por desarrollar el tema del vacío es el Prajna-Paramita-Hridaya-Sutra, conocido como Sutra del Corazón, donde se reitera que la forma es vacío, así como la percepción también es vacío. Vida y muerte, ignorancia y sabiduría, cuerpo y mente, pureza y mancha y otro largo etcétera de dualidades, señaladas en el sutra, son resultado de nuestra humana y limitada manera de categorizar la realidad. En las traducciones dirigidas por el célebre filólogo Max Müller, el sutra rezaría así: «form here is emptiness, and emptiness indeed is form. Emptiness is not different from form, form is not different from emptiness» (153). Watts parece reformular el contenido del sutra diciendo que «cuando buscamos cosas no hay más que mente, y cuando buscamos la mente no hay más que cosas» (154).
Si el vacío late en la esencia de todas las cosas, percepción y mímesis se encuentran en el seno del pensamiento budista, según el cual el mundo sensible surge de la mente, junto con el resto de hábitats de los seres vivos (Watts, 133). Esta postura intelectual es uno de los rasgos del panpsiquismo, que además entiende que existe un grado de conciencia en todo ente formante del universo. Estaríamos entonces ante una concepción de mímesis total o radical que se halla en el mismo fundamento del acto creador: la mímesis aristotélica sería de segundo grado, puesto que para el filósofo griego el arte imita las acciones humanas y naturales, pero en este replanteamiento de la mímesis cualquier percepción, al igual que cualquier representación, es en última instancia una creación, de manera que el mundo sensible y biológico nace en virtud de una actividad mental. Por supuesto, el budismo lamaísta se distanciaría de Platón, para quien cualquier creación/imitación era una traición o, en el mejor de los casos, un atisbo de la pureza de las Ideas. Si tomamos como punto de partida la creencia budista, todo acto cognitivo no puede ser sino corporal, ya que la mente configuraría la realidad desde su anclaje físico. Parece evidente la conexión entre esta creencia y el idealismo extremo científico, vinculado con las interpretaciones más radicales de la Escuela de Copenhague, que acaban concluyendo que la realidad física no existe hasta que es observada. Pero quizá no sea del todo prudente equiparar dicho idealismo con el budismo lamaísta, o al menos no desde los parámetros occidentales, porque aunque conciba toda realidad exterior como producto de la mente, la noción de vacío dista del idealismo occidental tradicional que, en lugar de entender las formas naturales como manifestaciones del vacío, propone un Ideal superior al mundo terrenal, mundo que siempre es tenido como un lugar caído[3].
Aunque coincidan el postestructuralismo y el budismo al criticar la insuficiencia de los métodos racionales, y a este empeño se una la intromisión de la conciencia favorecida por los estudios cuánticos, debemos admitir que entre los tres saberes existen también diferencias fundamentales, e incluso oposiciones. Los tres coinciden en negar la capacidad referencial del lenguaje tal y como se había entendido hasta entonces, pero la física cuántica y el budismo pueden ser más eficaces a la hora de disolver la dualidad cuerpo/espíritu. El postestructuralismo, al menos el de corte foucaultiano, se obstina en derrumbar el edificio racional, pero los intérpretes de la física cuántica y del budismo van más allá. Según el realismo agencial de Barad, al que nos referiremos enseguida, la física cuántica demostraría que Foucault, y el estructuralismo anterior, se equivocaban al derrumbar el analogismo sobre el que se fundaba la epistemología clásica y al instaurar una brecha definitiva entre las palabras y las cosas. La idea de medición lleva a Bohr a descartar el representacionalismo y a creer que las palabras realmente son las cosas (Barad, 31), pues ya conocemos el papel crucial que representa el observador en los fenómenos físicos. Dicha postura de Bohr se opone tanto al representacionalismo, puesto que descree de una realidad objetiva que pueda ser imitada, como al postestructuralismo, ya que cada acto de medición (¿también las palabras?) estaría vinculado con el objeto medido, con las cosas. Y es aquí donde se plantea una conexión entre física cuántica y budismo lamaísta: la mente tiene un papel fundamental en el establecimiento de la realidad.
Lo que Barad llama «representacionalismo», que sería otro nombre para el realismo, tuvo su auge, como es bien sabido, en la literatura del siglo XIX. Practicado en un contexto epistemológico newtoniano, el representacionalismo deposita su fe en las palabras para convertir la obra realista en una lente pasiva que refleje el mundo de forma independiente, como rezaba el ideal stendhaliano de la novela como espejo en el camino. Barad está de acuerdo con Petersen en que tal ideal demuestra que en la filosofía tradicional el lenguaje era algo secundario mientras que la realidad ocupaba el puesto primero (Barad, 125). Las propuestas de Niels Bohr se desmarcan de esto pues en su opinión no se puede deslindar la realidad primaria (el mundo) de la secundaria (el lenguaje que lo significa) (Barad, 125). Dice Barad que el representacionalismo siempre ha necesitado descansar sobre una teoría de la verdad, y de forma análoga muchas propuestas estéticas han afirmado ser altamente fieles a la realidad; incluso una estética como la del simbolismo, código estético claramente distanciado del realismo al uso, ha podido ser defendida por Vyacheslav Ivanov con el famoso lema a realibus ad realiora: la estética partía de la realidad para llegar a una realidad superior.
A pesar de que Barad se basa en Bohr para hacer su propuesta teórica, no admite su afirmación de que cualquier representación de la realidad resulta imposible. Barad (30) recoge que esta idea de Bohr le ha costado una serie de calificativos expresados con ciertas connotaciones negativas: neokantiano, idealista, pragmatista, positivista e instrumentalista. Sin embargo, está segura de que Bohr sí creía en una realidad: desde luego, no se trataba de una realidad entendible por medio de distinciones como sujeto/objeto, cultura/naturaleza, o palabra/mundo (129), sino de una unión inextricable entre el mundo y la palabra (32). Y esta idea procedía de una analogía establecida a partir del mundo físico experimental: Bohr demostró que el resultado de un experimento dependía del aparato que se utilizara para llevarlo a cabo, aunque el objeto de estudio fuera el mismo (111), como sería el caso, pongamos por ejemplo, de la luz. Para observar su naturaleza de partícula se requiere un aparataje distinto al necesario para revelar su vertiente corpuscular. A diferencia de la física newtoniana, donde la experimentación sólo revelaba las condiciones de un fenómeno físico, nunca afectado por la observación que se realizara, Bohr concluyó que la naturaleza del fenómeno observado cambia a razón del aparato medidor (Barad, 106). Sin distinción tajante entre fenómeno y aparato, la propiedad medida no puede ser atribuida ni a uno ni a otro. Tampoco nace la propiedad en el acto de medir. En esto se basa Barad para redefinir la noción de referencialidad: «The referent is not an observation-independent object but a phenomenon. This shift in referentiality is a condition for the possibility of objective knowledge. That is, a condition for objective knowledge is that the referent is a phenomenon (and not an observation-independent object)» (120). De ello se deduce que las mediciones son inseparables de los resultados de los experimentos, y que conceptos antes diferenciados (medición, descripción, método, resultado) han de comprenderse de forma conjunta: «measurement practices are an ineliminable part of the results obtained […]. As a result, method, measurement, description, interpretation, epistemology, and ontology are not separable considerations» (121).
Este pensamiento se distancia del postestructuralismo foucaultiano y cierra el juego de espejos cóncavos que desarrollamos en este artículo y que nace de la confluencia entre la física cuántica, el budismo y el postestructuralismo, tan complejo como iluminador. Para salir de la encrucijada entre representación ficticia y reflejo empírico, Barad acuña la expresión realismo agencial, teoría cuyo componente básico es la intra-acción: opone la intra-acción a la interacción porque según ella el encuentro entre el observador y el fenómeno genera la realidad, trascendiendo la mera comunicación de rasgos que ocurre en las interacciones. Mediante su nuevo concepto puede rechazar la existencia de «objetos percibidos» (128) en el sentido fenomenológico kantiano, y crear la visión de un mundo nuevo donde perduran, no obstante, viejos elementos: la conexión entre representación y realidad, que permitía a la premodernidad construir el saber a partir de la noción de semejanza (Foucault, 26), la palabra como nexo inseparable de las cosas, y la falacia, detectada por el budismo, de creer que la mente capta y refleja fielmente la realidad exterior. Despojado el lenguaje de su capacidad de referencia directa, ahora crea dichos referentes. Si la creación resultante es un elemento coherente entre sus partes, poseerá una verosimilitud sintáctica que es condición básica para poder lanzarse a conseguir un efecto estético positivo. Sin duda, el concepto de intra-acción recuerda al de karma, explicado por el Dalai Lama en términos de acción: las intenciones resultan en actos que generan unos efectos determinados (134). De forma diferente a la intra-acción, llega a un resultado similar: la unión de la intención con la acción corre en paralelo a la que Barad establece entre observación y acción.
Algunos teóricos de la literatura, atentos a las interpretaciones de la revolucionaria física cuántica, ya habían percibido una necesidad de cambiar las bases de la mímesis y de reorientarlas desde estos posicionamientos científicos. Strehle, cuando analiza el peculiar realismo de autores posmodernos como Thomas Pynchon o Robert Coover, se inspira en el actualismo de Heisenberg, autor del célebre principio de incertidumbre, para proponer que la ficción posmoderna puede ser calificada como actualista. Heisenberg distinguía entre lo real y lo actual para explicar el misterioso nivel subatómico de la materia, donde la realidad no es real sino actual, activa, dinámica. La ficción posmoderna, a la que se acerca Strehle, configura mundos que se distancian de la realidad material y estable, fundamental durante la etapa newtoniana de las ciencias, para practicar un actualismo que renueva el arte en su eterno empeño: la interpretación humana de una realidad no humana (7). A partir de las teorías de Strehle, Zubarik (19) propone que sustituyamos la clásica referencia al contenido de los textos que significamos mediante res por acta, un concepto más fiel al auténtico proceso creativo que lleva a cabo el arte. Si el arte no se refiere a res, entonces emprende un dinamismo hermenéutico, acciona un proceso cognitivo que en realidad crea un objeto artístico de forma análoga a la creación de la realidad por parte de la mente, según hemos explicado hasta este punto.
III. Una revisión de la mímesis a la luz de las ciencias físicas y cognitivas
La consecuencia más fascinante de considerar la mente no como un mecanismo grabador de la realidad sino como un productor de la misma, tal y como propuso el budismo muy tempranamente, sería la extensión de procesos miméticos más allá del terreno del arte, abarcando incluso a las mismas teorías científicas, que desde el pasado siglo se vienen identificando con los procesos artísticos y con la creatividad. Cuando una teoría intenta captar la parcela de realidad representada por su objeto de estudio y formula leyes y principios, en lugar de describir pulcramente el funcionamiento del universo, está encapsulando e imitando con un lenguaje propio algún dominio de la realidad exterior, en íntimo contacto con la interior desde los descubrimientos cuánticos. Así, los científicos son, en algún grado, artífices miméticos, y aunque sus propósitos difieren, comparten dicha cualidad con los artistas. Es preciso reconocer cierta poiesis en el proceder científico, y en ese sentido se han asentado muchas de las comparaciones entre literatura y ciencia de los últimos años.
Tras la afirmación postestructuralista de que el texto no puede representar nada fuera de sí mismo se abrió la posibilidad de considerarlo un artefacto matriz de representaciones, una creación que dista mucho de ser efecto de una mímesis al servicio de la verosimilitud semántica, pues sería la forma más reductora de comprender el fenómeno mimético al depender de una mera imitación de la realidad efectiva. Stephen Halliwell recuerda que la palabra mímesis no siempre debería traducirse como imitación (6), pues en realidad dicha traducción apuesta por una de las polaridades presentes en la aplicación del concepto, la misma polaridad que en este artículo vengo a poner en juego: por un lado, la mímesis como proceso representacional exclusivamente volcada hacia el mundo exterior, por otro, la mímesis como proceso artístico, creativo, alumbradora o simuladora de mundos ficcionales (23). Ricoeur (La metáfora viva, 60) también pretende hacer justicia a la etimología de mímesis y recuerda que se ha confundido con demasiada frecuencia la mímesis con «el sentido de copia». Por ello es necesario delatar una dimensión creadora en todo movimiento de referencia que el artista puede llevar a cabo en su relación con la realidad. Recobra vigor de esta manera el entendimiento de la mímesis llevado a cabo por Aristóteles, quien remoza el concepto al sacarlo de la restricción que le imponía su definición como mera copia de la realidad, y reconoce en los procesos miméticos la posibilidad de creación de mundos ficticios, o poiesis, y así Ricoeur puede establecer la ecuación «mímesis igual a poiesis».
Si cualquier representación artística o teoría científica posee cierto grado de mímesis entendida como creación, y si entra en juego la subjetividad del artista/científico en la determinación del objeto observado en un grado mucho mayor de lo que se creía hasta ahora, no es posible negar un omnipresente componente ficcional en toda percepción humana, como intuyó el budismo y venimos recordando desde el comienzo de este artículo. Rother afirma que el uso de la metaficción (que él llama paraficción) en una serie de autores posmodernos, en su propósito de evaporar nuestro universo común, permite al lector experimentar la ficcionalidad misma de la existencia (38), como si autores y lectores estuvieran ya inmersos en el escepticismo relativo naciente de una física que descree de una realidad natural que exista de forma puramente objetiva. Un efecto parecido produce la recepción de textos de los «mundos imposibles» que definía Rodríguez Pequeño. Sin embargo, a pesar de la ficcionalidad inherente a la existencia percibida, necesitamos establecer categorías y objetos reales, o crear una ilusión de objetividad tal que nos permita llevar nuestras vidas como el sentido común indica. Prueba de ello es que las respuestas emocionales a eventos tenidos como ficcionales despiertan «emociones semánticas» que, según establece una hipótesis de las neurociencias que recoge Pelletier, se distinguirían de las respuestas emocionales a eventos considerados reales.
Existe, no obstante, un riesgo de sobresemantización de lo mimético, que en su ecuación con creación (poiesis) se extrapola al mundo natural. No debemos pasar por alto que las formas artísticas no sólo imitan la realidad natural, sino que a veces incluso la misma naturaleza parece practicar la poiesis en su búsqueda de soluciones para progresar y sobrevivir. Cuando un gusano hace un capullo, o una araña teje su tela mortal, están emprendiendo una actividad natural que al igual que los productos estéticos posee una vertiente narrativa, algo reconocible aunque solo tendamos a atribuir el grado de actividad estética a las formas metafóricas que imitan o se inspiran en dichas actividades naturales (Kuberski, 35). No es la primera vez que se relaciona la biología con los procesos literarios; el famoso concepto de autopoiesis es un ejemplo de productiva colaboración. En este sentido, el origen de la vida, como el del arte, son un misterio semejante: para explicar el primero se han diseñado todo tipo de sistemas teológicos, para explicar el segundo, Kuberski recuerda la importancia de seres divinizados, como las musas, o también los intentos de dilucidar el papel de la inspiración durante el comienzo del hecho artístico o los procesos que estudia el psicoanálisis (47). Sin embargo, ¿no son ambas actividades, humanas o animales, una creación estética, aunque percibamos en ellas diferencias cualitativas que, incluso, podrían ser discutibles? Fue, de hecho, la intuición de las semejanzas entre arte y creación natural la que pudo llevar a una mente como la de Baudelaire a elevar al arte por encima de la naturaleza, idea que recoge Francisco González Fernández (77), aunque lo que podría no saber Baudelaire en ese momento es que tal tarea resulta imposible en la medida en que no podemos crear de forma independiente a los procesos naturales, recíprocamente enraizados en los cognitivos. Por eso es necesario diluir la frontera entre conocimiento general y conocimiento artístico, tal y como hace Gamoneda en base a la omnipresencia de los procesos analógicos (130). Baudelaire estaría versionando, en definitiva, el dualismo que siempre ha caracterizado a Occidente.
Dentro de este proyecto, la línea humano/animal viene siendo desdibujada en los últimos años gracias a los animal studies, y tampoco el Dalai Lama ha rehusado a enfatizar las tremendas semejanzas que mantenemos con el reino animal (incluso vegetal), aunque la teoría occidental se haya montado sobre supuestos contrarios. Para el líder religioso, los seres humanos no disfrutan de un estatus existencial único, y no es posible establecer una diferenciación totalmente científica entre lo humano y lo animal: en términos de sensibilidad, no hay diferencia entre ambos, porque los humanos «deseamos escapar del sufrimiento y buscar la felicidad. Los animales, también» (130).
Y es en este punto en el que los estudios cognitivos vienen a alumbrar los objetos estéticos y los procesos naturales, pues funden el proceso artístico con el perceptual, de manera que asocian definitivamente la creación/percepción (¿sería creeción un buen término para condensar este binomio?) de la realidad con la creación artística, indefectiblemente afectada por los mismos procesos neuronales que permiten al ser humano captar la realidad y dialogar con ella. Nacen de esta constatación los estudios comparativos de la analogía en el arte y en las ciencias. Siendo la metáfora un tipo de analogía, y sabiendo que todo proceso cognitivo es en esencia analógico (Gamoneda, 5), ¿qué hay de nuevo en la mímesis, si como poiesis, es una derivación analógica –metafórica o metonímica– de la realidad? La novedad estaría, sin duda, en el proceso de «compresión» de la realidad implícito en toda actividad artística, que crea un objeto capaz de «extender» la realidad, según nos explica Amelia Gamoneda: «donde la ciencia comprime sólo, […] el arte comprime para después extender» (128). Pero de la compresión resultante practicada por el objeto artístico ha de derivarse una comprensión posible, ejecutable por el receptor del mismo, quien, si descifra los códigos compresores de una forma válida, es porque se ha basado en aquello a que más arriba nos referíamos como «universalismo cognitivo»: un poema que despliegue un referente ascensional jamás podría ser interpretado en clave descensional, ni los movimientos ondulatorios de las pinceladas de Van Gogh en Noche estrellada permitirán nunca una reconstrucción diáfana del referente representado. La compresión artística, por no tratarse de una analogía de exigencia aristotélica, imita una realidad para dejar luego un falso testigo de la imitación: sacrifica información, y ni siquiera la universalidad de la cognición puede garantizar que dos sujetos diferentes reconstruyan el objeto imitado de igual manera, como tampoco pueden reconstruir la realidad percibida en términos idénticos, aunque gracias a ello puede darse la polisemia.
Razona Gamoneda que la poesía, debido a su base esencialmente metafórica, no es experimentada como ficción sino como realidad (170). Cabría preguntarse entonces, si seguimos equiparando mimesis y poiesis, qué realidad no es percibida como una ficción. Cuando Paul de Man explica la naturaleza ilusoria de la identidad, fundada sobre procesos de diferenciación (el Dalai Lama se refería a ellos como una tela) que el sujeto va seleccionando siempre a partir de un input que le es ajeno, concluye que la mente es la metáfora de las metáforas (25). Si está en lo cierto, si la mente (o el sujeto) es la metáfora central, el grado de ficcionalidad de cualquier acto de cognición es imprevisible, y en este terreno se mueven perfectamente las nuevas propuestas que buscan ensanchar, quizá hasta el infinito, las posibilidades de verosimilitud.
IV. Conclusiones
Al observar nuestra selección de hitos del postestructuralismo, la ciencia y el budismo, resulta evidente que necesitamos retornar, como concluyeron Oatley, Mar y Djikic (235), a la retroalimentación que Aristóteles observó en su Poética entre psicología y teoría literaria, aunque el progreso de las interpretaciones ortodoxas de las poéticas occidentales fuese gradualmente abandonando la idea conforme perdía presencia el componente emocional de la creatividad y se privilegiaba el factor intelectual, racional y didáctico del fenómeno literario. Es cierto que la poesía y la literatura son una forma de conocimiento, pero ahora sabemos que éste se instituye a partir de procesos cognitivos en cuya base las emociones y la percepción sensorial actúan.
En el pensamiento oriental no se había producido esa limpia escisión entre pensamiento o cognición y emoción. En este trabajo se ha hecho referencia fundamentalmente al budismo, que entendió muy tempranamente mente y mundo, la doble faceta de la realidad, basándose en el pensamiento no dualista de raigambre hinduista, y propuso que el mundo percibido es una ilusión, o maya, aunque se trataba de una ilusión o simulacro cualitativamente diferente al que en Occidente fundamentó Platón. Nuestro mundo no es una copia de un mundo ideal, no es una imitación depauperada de un mundo celestial, sino el resultado de las limitaciones perceptivas en nuestro estado de conciencia. Otorgar a cada ente material un grado variable de conciencia supone distanciarse radicalmente del dualismo y entender los procesos mimético-creativos de forma extensiva, pues alcanzan a cualquier proceso cognitivo.
Estas intuiciones milenarias salen al encuentro de la física cuántica en una época tan tardía como el siglo XX en la cronología occidental. El encuentro de la conciencia con la realidad física determina la presencia de un componente ficcional, cuya calidad no podemos determinar con precisión todavía, en toda percepción humana. Los procesos miméticos actúan en la construcción de la realidad llevada a cabo por el sujeto perceptor. La mímesis (artística y no artística) comienza primero en los procesos naturales, diluyendo todavía más la frontera humano/no humano.
La reubicación del papel de lo racional había encontrado su acomodo en primer lugar, como se ha dicho, en Oriente, donde se sabía que la razón no era la única herramienta válida para aprehender la realidad, pues la intuición, hermana de la cognición en tanto que se debe a procesos emotivos y sensoriales, cumple un papel esencial en la aprehensión de lo sensible. Aristóteles sabía que la imitación era poiesis, creación, pero no podía imaginar las consecuencias últimas de dicha creatividad. En Occidente ha predominado la verosimilitud semántica sobre la sintáctica porque se ha considerado en mayor medida el resultado o el efecto realista del objeto mimetizado, el mundo representado, y no el proceso artístico que da lugar a la lógica interna del texto, encargada de conectar las unidades elementales del mundo ficcional mediante procedimientos de naturaleza cognitiva, independientemente de que el objeto artístico imite eficientemente la realidad o rehúse hacerlo.
En su encuentro con la neurociencia, la teoría mimética occidental debe seguir derruyendo la vieja oposición razón/emoción y, sobre todo, el sobredimensionamiento teórico que ocupa el primer polo de la dualidad en el pensamiento teórico. Toda disciplina cuyo nombre es modificado por el prefijo neuro- avanza en ese sentido. Parejo a la demolición de la dualidad es el replanteamiento de sus derivadas, como la oposición naturaleza/cultura, también asentada sobre una base platónica puesta en entredicho, en Occidente, en primer lugar por el postestructuralismo y después por los estudios cognitivos, dado que la interacción con el entorno natural y cultural determina los diagramas e imágenes mentales, construcciones icónicas sobre las que se asentarán las percepciones sensoriales y las creaciones ficticias. Por este motivo podemos coincidir con Barthes en su afirmación de que la realidad es significada, y no representada, y con Foucault al discriminar las palabras y las cosas, si bien esta desunión ha venido replanteándose en virtud de la incorporación de las interpretaciones de la física cuántica al debate representacional. Karen Barad coincide con budismo y postestructuralismo en su crítica a la razón como medio privilegiado para conocer la realidad aunque, como preconizó el budismo, entiende el referente como un fenómeno que es afectado por la observación de un agente, de manera que el referente «significado» de Barthes adquiere un componente físico, material y verificable que Foucault quizá habría negado. Sabemos que en algún grado incierto pero real el mundo físico es afectado por la observación consciente, y de ahí parte Barad para proponer su realismo agencial, que es una versión del entendimiento más radical de la teoría aristotélica.
El pensamiento budista propone la existencia de un vacío subyacente a todo sobre el cual la mente se ocupa de encontrar formas y categorías, herramientas que en realidad poseen una naturaleza ilusoria. El mundo sensible surge entonces de la mente, constatación que es experimentada durante los procesos de Iluminación de las doctrinas orientales, que precisamente promulgan liberarse de la tiranía de lo mental, metonimia de la existencia individual, en su escatología particular. En la seguridad de que la mente determina la realidad coinciden lamaísmo y las interpretaciones radicales de Aristóteles que entienden la mímesis como poiesis no sólo artística, sino también perceptiva y cognitiva. Ricoeur rescató una idea fundamental de la Poética de Aristóteles: puesto que la mímesis es una actividad, requiere un espectador o lector para ser completa y dinamizada (Time and Narrative, 46), es decir, el texto-objeto cobra su sentido individualizado con la activación de un lector-sujeto. Al encuentro de este dinámico concepto de poiesis sale la física cuántica en su apasionante unión con la conciencia. Si bien Foucault acertaba al reubicar la analogía dentro del sistema epistemológico occidental, el postestructuralismo nunca pudo imaginar que realmente la palabra (como el objeto medidor de un experimento físico) sí determina la realidad empírica, que es un fenómeno: el referente es un fenómeno producido en el seno del lenguaje, y no un vínculo entre las palabras y las cosas. Sin duda, este planteamiento excede las fronteras autoimpuestas por las teorías performativas del lenguaje. Por otro lado, el giro cognitivo implicaría, al hilo del razonamiento científico y budista, desaconsejar el empleo del término res para aludir a los contenidos, ideas y conceptos que se encierran en un texto y buscar otro con acepciones más actualizadas como acta, pues hoy es posible proponer que las ideas, contenidos y conceptos nacen de la acción de las palabras, que dan lugar a un proceso intra-activo según el cual se alumbran los objetos imitados.
Por último, si la mímesis, como la poiesis, está presente en todo fenómeno natural, y no sólo en los artísticos, se replantea la necesidad de cuestionar la frontera entre conocimiento general y conocimiento estético. Los procesos cognitivos que la literatura narrativa activa son semejantes a los que el cerebro emplea para entender las historias que se desarrollan en su entorno natural, y ya no digamos cultural: ¿qué realidad, entonces, es independiente de lo ficcional? Si todo es ficcional, ¿es que realmente la palabra carece de sentido? ¿Sería la cuestión de la ficción realmente un callejón sin salida para el pensamiento teórico? Ocurre algo semejante con la noción de verosimilitud. Si ampliamos su alcance a una cuestión sintáctica, y resulta verosímil cualquier texto que presente una cohesión continua entre sus partes, la misma que manifiesta cualquier ente natural, ¿no estamos proyectando la verosimilitud hasta el infinito? Como la ficción, el término entraría en una crisis… ¿irresoluble? Es difícil dar respuesta hoy a estas cuestiones con certeza última, pero en cualquier caso prevalece la idea de que los procesos ficcionales resuenan en cada rincón de la percepción, acaso también del universo.
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[1] La distinción la recoge Sara Molpeceres (56) en un análisis de la traslación del concepto de mímesis a la crítica occidental de literatura japonesa, y para ello se basa en las teorías de Tomás Albaladejo y Javier Rodríguez Pequeño.
[2] Citado en la bibliografía según su nombre civil: Tenzin Gyatso.
[3] Esta relevancia del plano mental se encuentra en teorías del arte influidas por el budismo, siquiera indirectamente, como sucede con el pensamiento teórico del cómico Okura Toraaki (1597-1662), para quien el actor ideal ha de vaciarse completamente hasta que su alma sea un espejo que refleje todas las leyes del universo: cuando el artista se ha convertido en un espejo, puede imitar todo lo que hay en el universo sin esfuerzo, porque «sin importar cuán espacioso sea el universo, estará contenido en tu alma» (Ueda, 110). Curiosamente, al tiempo que esta idea se muestra coherente con la creencia budista de que todo fenómeno exterior radica su causa en lo mental, tal ideal de transparencia no hablaría de una mímesis creativa sino de un proceso extático por el cual se manifestaría la totalidad del universo.
ISSN 1913-536X ÉPISTÉMOCRITIQUE (SubStance Inc.) VOL. XVI
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